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domingo, 8 de septiembre de 2019

¡Qué se rasguen ya todos los velos!

¿Qué mundo era éste? ¿En qué locura inmóvil y extraña me había tocado vivir? ¿Sobreviviría lo suficiente como para encontrar una respuesta? ¿Para dar con la salida? ¿Llegaría a entender alguna vez, desde el centro de mi soledad, este artefacto de otros mundos que es mi vida? Y de repente allí, en la sala vacía, concreta, con su mesa cubierta con una tela roja, con su armario para los cuadernos, con sus cuadros manchados por los excrementos de las moscas, me invadió un espanto que no había sentido ni en mis sueños más terroríficos. No era miedo a la muerte, ni al sufrimiento, ni a las enfermedades terribles, ni a la extinción de los soles, sino el pánico a la idea de que no lo entendería, de que mi vida no ha sido lo suficientemente larga ni mi mente lo suficientemente buena para entender. Que de hecho ya me han enviado todas las señales y que no he sabido leerlas. Que también yo me pudriré en vano, junto con todos mis pecados y mi estupidez y mi desconocimiento, mientras que la apretada, intrincada, abrumadora adivinanza del mundo perdurará, natural como la respiración, simple como el amor, y se derramará en la nada, virginal e irresoluta.

Mircea Cartarescu, Solenoide.

Uno de tantos problemas de envejecer es el embotamiento de la sensibilidad. Al final, de tanto leer, empieza a darte igual todo, acabas minusvalorando y despreciando cualquier novedad, sólo por ser nueva. Se llega así a un doble error. El primero, la idealización de ese pasado, el de tu juventud ansiosa y expectante, cuando cualquier nueva novela, cualquier nueva película, cualquier nueva música, te tomaba por asalto, te demolía, arrasaba y dejaba exhausto. Ceguera ante las carencias de un tiempo que ya no será -y que nunca fue como ese recuerdo-, que se ve empeorado por un segundo error: le desprecio a lo que los jóvenes de ahora disfrutan y aman. Considerarlo de antemano, sin haberlo probado, como menor, indigno, despreciable. Pérdida de tiempo, mero entretenimiento y juguete, cuando habrá, con toda seguridad, de convertirse en nuevo canon. Si no ahora, cuando ya estés muerto.

¿A cuento de qué esta jeremiada? Pues que a veces, solo en muy raras veces, en estos páramos próximos al desierto de la vejez, se siente uno como antaño. Se tiembla ante un descubrimiento que se conoce definitivo, portador de un antes y un después, miliario en la vida de lector. Exagero, lo sé. Pero esto es lo que me ha pasado con Solenoide, de Mircea Cartarescu. Una novela de 800 páginas que he devorado en una semana, sintiéndome obligado a leerla en cualquier momento libre que encontraba, olvidándome -¡al fin!- de Internetes, móviles, series efímeras intercambiables. En definitiva, de cualquier cometiempos en los los que abunda nuestra contemporaneidad. Una obra, en fin, que habría permanecido desconocida para mí -mi vista sólo contempla el pasado-, si no fuera por este blog, de lectura siempre estimulante, dado a poner los puntos sobre las íes. Labor muy necesaria en un tiempo en que todo son admiraciones incondicionales, acompañados por odios productos de fes inquebrantables.

Vale, muy buena introducción, quizás un tanto larga, pero es hora de ir al grano: ¿de qué va Solenoide? Pues se trata de una comida de tarro -así, dicho de manera vulgar-, como no recuerdo haber leído en décadas. Un auténtico OVNI en el panorama literario contemporáneo, cercano a otras pajas mentales posmodernas, de ésas que tanto abundan y con las que tanto nos regodeamos, pero que, a diferencia de ellas, cuenta con una estructura de cemento armado, sobre la que se asienta un edificio literario en apariencia imposible, un castillo de naipes de una solidez a prueba de terremotos y tempestades. Escrito, además, de manera maravillosa, con ese instinto y seguridad que denotan un escritor de raza: esos que consiguen hacerte ver, como si estuviese ante tus ojos, como si fuera real, racional, lógico  y necesario, lo que en en manos de un escritor menos hábil, considerarías inverosímil y absurdo. Ridículo y risible.



Por que se hagan una idea del argumento, mejor dicho de la complejidad ilimitada, casi fractal, de la novela, le resumo aquí lo que es apenas el 1% - o quizás ni eso, el 0,1%- de su trama. Imaginen a alguien, un profesor de literatura rumana, que vive en una Bucarest cochambrosa, ruinosa, estado terminal que se debe no a los avatares históricos, sino a haber sido planificada así en inicio, concebida deteriorada incluso en el breve momento que fue nueva. Allí, en esa ciudad, hay una casa que asemeja un barco, mejor dicho, la maqueta de un barco sobre una peana, donde habita el protagonista. Un hogar que en muchos aspectos es hostil a su dueño, puesto que de sus vastos espacios él sólo ocupa una habitación, su dormitorio, mientras que el resto se modifica de manera constante. Llegar de la calle al dormitorio supone atravesar un laberinto, una infinidad de pasillos, recibidores, antesalas, salones, comedores, bibliotecas, siempre impolutos y en perfecto orden, como si pertenecieran a otra infinidad de edificios habitados, pero siempre desprovistos de cualquier presencia, de manera que el protagonista puede tardar horas, días, incluso semanas, en llegar a su refugio, a u madriguera, en el centro de esa galaxia de habitaciones.

Un cubil donde cree poder hallarse seguro, pero que alberga un elemento discordante en su interior: un interruptor que activa un solenoide gigantesco -el que da nombre a la novela-, enterrado en los cimientos, pero cuyo punto focal está precisamente en esa habitación. Justo sobre el lecho que reposa en medio de la habitación, de manera que quien se tumbe en él, flotará, ingrávido, a unas decenas de centímetros de su superficie. Él y cualquier persona que le acompañe, cualquier objeto que porte. Como los dientes de leche que el protagonista guarda como tesoros de valor incalculable y que, cuando levita, esparce por el aire, como si fueran las estrellas del firmamento. Metáfora que remite con recuerdos aterradores de su infancia, cuando él y su madre caminaban de noche por las calles ruinosas de Bucarest, sintiendo la mirada de las estrellas sobre ellos. Amenazándoles con atacarles y arrebatarle. A él solo.

¿A dónde iban, el protagonista y su madre? A un hospital, a una consulta de un dentista que, sin razón aparente, sólo trabajaba de madrugada. Sesiones que consistían en arrancarle todos los dientes, con el mayor dolor posible, para que le volvieran a crecer durante la semana siguiente, a cuyo término le volverían a ser extirpados. Recuerdo que tiene su prolongación en el presente, puesto que en la casa-barco hay también un sillón de dentista, dentro de un torreón que se levanta en la azotea de la casa. Sala a la que sólo se puede acceder ascendiendo por una escalera de caracol en el exterior del torreón, para luego descender por otra escalera igual, esta vez interior, hasta una sala sin ventanas, sumida en tinieblas impenetrables, donde se alza, aislado, otro sillón del dentista.

No es el último. En medio de la ciudad se alza la arquitectura imponente del depósito de cadáveres de Bucares, un edificio cupular semejante al Panteón de Roma, en cuya cumbre se eleva una estatua de 30 metros que representa a la condena. Sin tocar el edificio, puesto que, al igual que el Panteón, la cúpula del depósito de cadáveres no está cerrada, tiene un óculo que se abre a los cielos, sobre el que levita la escultura gigantesca. Al igual que bajo la casa del protagonista, en los cimientos del depósito hay otro solenoide, aún más gigantesco, siempre en funcionamiento. Y bajo la cúpula, justo bajo el óculo y la estatua, hay otro sillón de dentista, esta vez gigantesco. Preparado para acoger a la escultura que levita sobre él, muchos metros más arriba.

Así continua la novela, de manera interminable, como un  fractal, añadiendo elementos que pueden parecer arbitrarios, pero que son parte de un rompecabezas - ¿o de varios mezclados?- que creemos, se nos hace creer, que podremos resolver. Porque la novela es un juego de espejos, donde elementos citados de pasada hace cientos de páginas , hallan su reflejo, su réplica, su desarrollo análogo mucho más tarde -de nuevo como un fractal-. Así, si hacia la página 150 se nos presenta una extraña secta/sociedad secreta, los piquetistas, que se reconocen unos a otros extendiendo la mano para mostrar en ella un insecto que guardaban escondido, en la página 500 un personaje, en un recuerdo del protagonista, de repente realiza ese mismo gesto, para dejar ver, en su palma abierta, un escarabajo. Sin que el autor lo subraye, ni se refiera a lo ya contado. Cualquier lector atento debe, por necesidad, haber conectado ambos sucesos, integrándolo en ese rompecabezas que vamos armando página tras página.

¿Qué surge de él? ¿Cuál es la imagen que al final vemos? La de un inmenso horror existencial, la de una vida que surgió del dolor, transcurrirá en el dolor y concluirá en el dolor -o a lo mejor, no, puesto que se extenderá en otra infinidad de horrores, insospechados, inconcebibles-. Castigo perpetuo que no es tal, puesto que no parece existir entidad alguna que nos lo halla impuesto, pero de la que no es menos necesario escapar, huir. De este mundo y de su ficción, de las restricciones que nos impone su finitud, de la cárcel que son sus tres dimensiones espaciales y la cuarta temporal. Porque al igual que imaginaban los gnósticos, este universo no es el universo, la auténtica realidad es otra. Sólo que nuestras mentes no pueden llevar a comprenderla, mucho menos imaginarla, apenas vislumbrarla de manera imperfecta y distorsionada.

Al igual que un gato no entiende nuestra mente, ni las razones de nuestras acciones. Peor aún, al igual que una pulga, o un ácaro, o una célula de nuestro cuerpo. Ninguno de ellos tiene idea alguna de que existe un organismo superior en el que habita, del que se alimenta, y que tiene una existencia, una voluntad, distinta a la suya.

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