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domingo, 9 de junio de 2019

Lo normal/Lo sobrenatural
































































Ya saben que últimamente vengo quejándome mucho del anime, aunque en realidad mis reparos se reduzcan a mi incapacidad de conectar con las producciones modernas. Uno de los dos ha acabado alejándose del otro, aunque quizás nunca estuvimos cerca, sino que todo se redujo a mera ilusión. Un deseo en cuya realidad quise creer, a pesar de su inexistencia. Sin embargo, de vez en cuando, aunque es cierto que cada vez con menor frecuencia, vuelo a ilusionarme con producciones aisladas. A encontrar aquello que me fascinó en los inicios, obligándome, como ocurre con los enamorados, a contarle al mundo las razones indudables de mi pasión. Con todo el fastidio y la hartura que esto acarrea en los oyentes.

La culpable, en esta ocasión, ha sido la Penguin Highway (Hiroyashu Isihida, 2018), película ante la que sentía reticencias infundadas, causadas por al modo en que se estaba promocionando. Me  imaginaba que iba a tirar por otros derroteros, esos de la cursilería y la apelación facilona a la adolescencia o la modernidad pasajera. Sin embargo, lo que he encontrado ha sido muy distinto, me ha tomado por sorpresa, explicando así que me la haya creído por completo. Habrá que esperar, por tanto, a un segundo visionado, donde puede que se me desmorone por completo.

Una admiración sincera que, no obstante, no me impide reconocer ciertos defectos. La trama no acaba de estar bien tejida, ciertos elementos parecen haber sido añadidos por capricho, por esa necesidad de gancho comercial antes citada, mientras que otros no tienen continuidad ni influencia en el desarrollo de los acontecimientos. En muchos aspectos, lo que se plantea queda sin explicar, o al menos no alcanza la solidez lógica a la que la propia película, en boca de sus personajes, dice aspirar. Sin embargo, esos mismos silencios, queridos o involuntarios, al final vienen a reforzar la historia que se narra. Al menos se evita una explicación apresurada y forzada que traicione el clima de misterio inexplicable, fuera de toda compresión, en el que se basa toda la película. El enigma continúa, incólume, tras la conclusión, como ocurre con las buenas historias de misterio, incitadoras de nuevas preguntas, provocadas por a las pocas respuestas que se hayan dado.

En sí, se podría decir que el enigma inicial es un mero McGuffin, un motor que sirve para poner en marcha otra historia muy distinta a la planteada. En este caso, la aparición repentina de pinguinos en una somnolienta ciudad japonesa - y la relación que puedan tener con la joven ayudante de un dentista local - queda relegada casi al momento, para subrayar otros aspectos muy distintos, ésos que les comentaba me habían llevado a enamorarme de esta obra. El primero y principal es que esa inverosimilitud inicial lo que conlleva es el descubrimiento de la maravilla del mundo por parte de los protagonistas, subrayada por su tierna edad. La búsqueda de esos esquivos pinguinos se convierte en una excusa para explorar los alrededores, para adentrarse en territorios en los que no se aventuran ya los adultos, si es que siquiera los conocen.

Ese sentimiento de maravilla y descubrimiento me es muy caro, me retorna a los tiempos de mi niñez, cuando consumía los ratos de ocio indagando  en lo que me rodeaba, ya fuera con mis andanzas por el exterior o en el interior de los libros, al igual que los personajes protagonistas. Una conexión entre lo representado y lo recordado, entre el mundo de la niñez y el de los que ahora son adultos, que era habitual en otros tiempos, pero que en nuestro tiempo parece sobrevivir sólo en la animación japonesa, donde ademas se recrea de forma natural, renovada, a pesar de las muchas versiones. En otras escuelas animadas, por el contrario, las historias quedan reducidas a mera repetición de fórmulas gastadas, a las que se quiere insuflar vida trufándolas de ironía posmoderna y referencias pop. Tornándolas, como es común en la animación norteamericana, en engendros de usar y tirar, válidos sólo para vender muñecos y atiborrarse de palomitas.

Visión de la infancia, además, que no es nostálgica, ni fabula un paraíso perdido en donde poder refugiarse, aunque sea durante una horas. En Penguin Highway, como en muchos otros animes o  grandes obras de la literatura juvenil, el mundo adulto está próximo, es inevitable, habrá de irrumpir sin remedio. Los niños protagonistas, aunque inmersos en su niñez, se ven en la obligación de aprender como será ese mundo futuro al que pronto pertenecerán, deben aprender a desenvolverse en esa sociedad desconocida de los adultos, ciertamente amenazante, de forma que sus juegos prefiguran las actividades a las que creen y confian dedicarse. Así, sorprendentemente, los protagonistas se enfrentan a lo maravilloso y lo inexplicable con una actitud pragmática y racional, la de los futuros científicos que sueñan llegar a ser. Fe en la ciencia y su acción beneficiosa sobre la realidad que casi parece fuera de lugar en un presente, como el nuestro, en donde prima la ignorancia, el desprecio suicida hacia el conocimiento, traicionando así el miedo atávico que tienen todos los fanáticos hacia la razón.

Se me acaba el espacio, pero  aún tengo que reseñarles unas pocas virtudes más. El uso parsimonioso de la música, que sólo se muestra cuando es necesaria, permitiéndo que oígamos los sonidos del mundo, los que consituyen la melodía cotidiana que acompaña las vidas de los protagonistas. No menos importante, el gusto de las animación japonesa por construir espacios verosímiles, en los que se trasluce la personalidad de quienes los habitan, donde, en fin, transcurren  las horas del día y las estaciones, donde atardece y amanece, donde se nubla, llueve, corre el viento y vuelve a brillar el sol. O la facilidad con que se introducen, en medio de una narración realista, secuencias simbólicas, semiabstractas, con estilo diferente al del resto de la película, sin que eso rechine o disuene.

Y como colofón, relacionada con esa madurez cercana, el presentimiento de la muerte, la certeza insoslayable de que todo es efímero y habrá de sernos arrebatado, por mucho que lo amemos, sin importar las fuerzas con las que intentemos retenerlo.

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