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martes, 18 de junio de 2019

Arte y vida


De ordinario, suelo evitar hablar de la vida de los artistas al referirme a su obra. No porque crea que no tienen relación e influencia la una sobre la otra, la otra sobre la una. Tampoco por la seducción de esa falsa idea que nos habla de sublimación, de huida, como si el artista accediese a nuevos mundos, ajenos y contrarios a su experiencia vital, intentando huir de las frustraciones y limitaciones cotidianas. Es más bien porque esa disociación me permite proyectar mis propias obsesiones, temores y errores  sobre la obra que contemplo, como si fuera un lienzo en blanco. Apropiándomela, cierto, por muy derogatorio que haya devenido ese término, pero que es el único modo que conozco de hacerla mía, de sentirla como parte de mí mismo. De ahí, quizás, mi fascinación por la abstracción, ejemplo máximo de arte que se amordaza a sí mismo, prefiriendo ser lo que el espectador quiera o desee.

Sin embargo, hay veces que ese esfuerzo de separación es imposible. La obra de un artista es su vida, surgió en respuesta a ella, fue conformada por entero por fracasos y decepciones. Ocultar la biografía es amputar la obra, hurtarle su auténtico significado e impulso, traicionar al artista, de manera sutil y amable, casi compasiva, pero no menos cruel y despiadada. Ese el caso de David Wojnarowicz, de quien se puede visitar una amplia muestra en el Reina Sofia, subtitulada La historia me quita el sueño. Una exposición que es tanto encuentro con un artista de raigambre pop y expresionista como un recorrido por la bohemia/marginalidad del Nueva York de los años setenta y ochenta. A través de los ojos de un homosexual y toxicómano, asiduo de ambientes sórdidos, evitados por la gente normal, que acabaría muriendo de la nueva peste finisecular: el SIDA. Esa enfermedad que para el conservadurismo renacido de la América de Reagan era castigo divino infligido sobre pecadores, díscolos, disidentes y contestatarios.



Les tengo que confesar, además, que este artista pertenece a una categoría personal que mi flaca memoria me torna cada vez mas frecuente: la de aquéllos cuya obra me atrajo y fascinó en un primer encuentro, pero de quien había olvidado el nombre, incluso el impacto que me produjeran. Se produce así una especie de milagro, el de un reencuentro que tiene la misma frescura que el primero, unida a la alegría incontenible de recuperar lo perdido. Así me ocurrió esta vez, cuando al entrar en la exposición, me topé con la serie de fotografías Rimbaud en New York, en la que Wojnarowicz, cubierto con una máscara con el rostro del poeta, se dejó fotografiar en los ambientes que frecuentaba. Los muelles y almacenes abandonados y ruinosos, donde se concentraban drogadictos y marginados en busca de alguna satisfacción sexual. Todo ello visto y siendo visto con los ojos del poeta de antaño, como si el tiempo no hubiera transcurrido.

Como si los afanes, las pasiones, las restricciones, las soledades, fueran las mismas al final del siglo XX que al final del siglo XIX. E igual las posibilidades, las alturas estéticas a las que ascender.


Unas plantas más arriba, hay una exposición por completo opuesta. No porque sea menos expresionista o desesperanzada, sino porque se puede visitar sin conocer nada de la vida del artista. Es más, los organizadores no se han preocupado, en ningún instante, en ponernos en contexto, aunque la exasperación y la radicalidad con que el universo es observado, luego representado sobre el lienzo, apunta a un artista obsesionado con el destino de la humanidad en el universo. Mejor dicho, con la sospecha, al modo existencialista, de que nos hallamos prisioneros en un cosmos para el cual somos indiferentes. O más bien, que si llegase a preocuparse por nuestra existencia, sería sólo para concluirla, algo no demasiado lejos de la verdad.

Esa artista, por que es una mujer, se llama Miriam Cahn, y la exposición que se le dedica tiene un subtítulo que viene a ahondar el misterio: todo es igualmente importante, sin que llegue a saberse que es ese todo al que se refiere. No obstante, esas pretensiones de totalidad implícitas en el título se hacen evidentes desde las primeras salas - y eso que yo vi la exposición al revés -, porque lo que se encuentra son espacios para los que no que cabe otra definición que rituales. Como si hubieran sido ocupadas por una tribu de cazadores recolectores, las paredes están cubiertas de pinturas monocromas y estilizadas, vagamente antropomorfas, de la misma talla que los seres humanos. Da la impresión de que hayamos sido admitidos a una ceremonia secreta, cuyos participantes nos observan con expectante atención. Atentos a que cumplamos con precisión ritos que desconocemos, cuya infracción desencadenaría violenta hostilidad. 

Espacios cada uno con su propia atmósfera, asfixiante y desconcertante, pero al mismo tiempo de profunda y arrebatadora belleza. Como la sala en que se alternan paisajes distorsionados, desolados, inmensos, absorbentes, y escenas incompresibles entre diferentes personajes, donde lo único que está claro es su violencia permanente. O aquella otra en que nos vemos rodeados por pinturas de brillantes tonalidades, cuyos colores se derraman y chorrean por los lienzos, hasta que nos damos cuenta, por los títulos, que se trata de representaciones de explosiones nucleares. Al mismo tiempo espeluznantes y fascinantes, dotadas de ese horror del que no se puede apartar la mirada y que al cabo de un rato se nos aparece natural, necesario dentro del orden del mundo. Desprovisto de aquéllo que nos hizo estremecernos, transmutado en serenidad, casi indiferencia.

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