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viernes, 31 de mayo de 2019

En busca de Bergman (XXVIII): Viskningar och rop (Gritos y Susurros ,1972)





































Supongo que a estas alturas ya sabrán que Bergman y optimismo no son conceptos compatibles. Su mejores películas - o al menos aquéllas que uno más recuerda - suelen desembocar en la desolación. Más o menos exasperada, más o menos radical, más o menos demoledora, pero siempre definitiva, sin posibilidad de remedio o retorno. Por esa razón, películas como Tystnaden (El silencio, 1963), que vi siendo un adolescente, se me quedaron clavadas en la memoria, sin posibilidad de olvido. La dureza despiadada de sus conclusiones, el implacable fatalismo de su desarrollo narrativo, eran capaces de propiciar una depresión en la persona más estable y alegre. Sin embargo, entre todas esas películas, callejones sin salida, hay una que se lleva la palma, no ya dentro de la filmografía de Bergman, sino en toda la historia del cine. Se trata de la obra que les comento hoy: Viskningar och rop (Gritos y Susurros), rodada en 1972.

La historia que narra es muy simple, pero no por ellos menos desoladora. En su sucinta hora y media - Bergman es capaz empaquetar universos enteros en espacios exíguos - se nos describe la larga agonía y muerte de una mujer,interpretada por Harriet Andersson, a quien cuidan sus dos hermanas, Liv Ulmann y Ingrid Thulin, acompañadas por una criada que, en ocasiones, parece ser más una amante que una sirvienta. Dicho así, esta obra no se distinguiría mucho de otras peores, melodramáticas y lacrimógenas. Sin embargo, lo que Bergman retrata en imágenes es como un ser humano, lleno de deseos de vivir, se transforma primero en objeto inanimado, luego en basura de la que hay que deshacerse, no sea que fuera a infectarnos. Proceso de eliminación, borrado y olvido, que no se limita al cadáver, sino que extiende a los espacios que habitó, las cosas de las que se rodeó, incluso las personas que amó.

De ahí la dureza, la inhumanidad, la implacabilidad a la que me refería. Incrementadas porque, al final, en las últimas etapas de la moribunda, en realidad de cualquier moribundo, lo que los presentes desean, incluido el agonizante, es que se termine de una vez, lo más rápido posible, para volver pronto a las ocupaciones cotidianas, a las rutinas que embotan sentimiento y pensamiento. Proceso de separación, de deshumanización, durante el que afloran los fantasmas del pasado, nuestros secretos más celosamente guardados, los pecados pretéritos que odiamos y amamos al mismo tiempo. De ahí que, pasada la crisis, enterrado el muerto, se arrojen con él a la fosa cualquier arrebato afectivo ocurrido en ese intervalo. Incluso con rencor inextinguible hacia quienes pudieron presenciarlos, recelosos de que lo puedan utilizar como arma contra nosotros.

Para representar esa desolación, Bergman afila sus recursos estilísticos hasta llevarlos al extremo. La música por ejemplo, desaparece por completo, salvo en un par de ocasiones muy concretas, en las que se cuela de rondón, casi como invitado indeseado. Su ausencia y su presencia no se justifican sólo por la necesidad de evitar el melodrama, de rehuir cualquier recurso fácil que rebaje la intensidad del drama y lo lleve por las vías de la facilidad. Además, Bergman quiere que sintamos la dolorosa y punzante incomodidad de esos momentos de desgracia. Nos fuerza a oír el más mínimo sonido, incluso un silencio lleno de presagios y amenazas, al que sólo rasgan susurros ininteligibles, al que sólo quiebran los estertores de la agonía.

Incomodidad acuciante que se traslada al aspecto visual, de una parsimonia en los planos que refleja esa desesperante lentitud en la llegada de la muerte, de la liberación deseada. Con unas composiciones que alternan entre los planos generales, a cámara inmóvil, con los personajes convertidos en estatuas, para pasar sin transición alguna a su opuesto: los primerísimos primeros planos, de rostros recortados por la estrechez del formato panorámico. En ambos casos, denotando la soledad, la desconfianza, el aislamiento que reina entre los personajes. Bien apartados los unos de los otros, guardando las distancias para evitar cualquier involucración afectiva, como se puede ver en las capturas que abren la entrada; bien encerrados, aprisionados, aplastados, en la soledad y la incomunicación, aislados y alejados de forma definitiva por la muerte que se acerca, que ya ha hecho presa en su víctima y no la dejará escapar.

Y la luz y el color, por supuesto. Una luz que varía su intensidad, de manera muy tenue, casi imperceptible, para hacernos albergar esperanzas de curación o hundirnos en la desesperación. Unos colores que alternan entre el blanco de los vestidos de las hermanas, el bermellón profundo de las habitaciones en las que se desarrolla la acción - y que inunda la pantalla en las transiciones - o el negro de ala de cuervo, de profundidad insondable, con el se visten de duelo tras el fallecimiento.

Blanco para recordar el pasado en que las hermanas se amaron y fueron felices. Rojo, el de la vida arrolladora que continuará su curso cuando ya no estemos. Negro, para representar todas las cobardías, bajezas y vilezas,  humillaciones, desaires y traiciones que luego disfrazamos de necesidad insoslayable.

De razón y justicia ordenadas e impuestas desde lo más alto.

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