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domingo, 14 de abril de 2019

La sororidad de las melancólicas (y I)

cuidado con las palabras
                                       (dijo)
tienen filo
                te cortarán la lengua
cuidado
             te hundirán en la cárcel
cuidado


             no despertar a las palabras
acuéstate en las arenas negras
y que el mar te entierre
y que los cuervos se suiciden en tus ojos cerrados
cuídate
            no tientes a los ángeles de las vocales
no atraigas frases
                            poemas
                                         versos
no tienes nada que decir
nada que defender
sueña sueña que no estás aquí
que ya te has ido
que todo ha terminado


Alejandra Pizarnik 

Cuando se llega a cierta edad, se suele caer en la falsa impresión de que ya se conoce todo. No que se haya leído todo, cosa imposible de por sí, sino que el pasado está cartografiado por completo. Se cree saber a dónde se debe ir y a dónde no, a dónde merece la pena y a dónde no se hallará nada de provecho. Sin embargo, cada vez que recaigo en ese autoengaño, siempre hay algo que viene a revelarme su falsedad. De ordinario, en forma de artistas cuya biografía se superpone en el tiempo a la mía, pero de los que jamás había oído hablar, a pesar de ser mis coetáneos. En esta ocasión, en la obra poética de Alejandra Pizárnik, muerta cuando yo era apenas un infante, y que he venido a descubrir, literalmente, ayer mismo, atraído por las ediciones de sus obras que venía encontrándome en las librerías, por un vago e informe recuerdo de haber oído, sin saber dónde, que su obra merecía la pena. Incluso que era esencial.
Mi lectura de su obra, de su poesía, de sus diarios, de su prosa y cartas, ha venido a confirmar ese presentimiento y ha sido, además, un viaje de (re)descubrimiento. En gran medida, porque al punto me di cuenta de que ella pertenecía a esa sororidad de las melancólicas, internacional y difusa, cuyos miembros no se conocen entre sí, pero se reconocen al instante, y a cuya rama masculina creo pertenecer. Membresía que, en su caso, se extendía a otra sociedad aún más exclusiva, la de las poetisas suicidas, con la cual, asímismo, me siento estrechamente relacionado. Por miedo a seguir ese mismo camino en algún momento.


Sin embargo, un problema que existe con los apuntes biográficos es el convertirlos en etiquetas que condicionen la interpretación de la obra de una poetisa. Con demasiada frecuencia, se la analiza en función de ese desenlace final, como si en los poemas escritos cinco, diez o quince años antes, se fuera a hallar una explicación a ese suicidio o en ellos se contuviese, ya en germen, un destino trágico que se supone ineluctable. Y no sólo en el caso de Pizarnik u otras poetisas suicidas, como  Silvia Plath, Anne Sexton o Virginia Woolf, sino extensible a otras que tuvieron un final trágico, como Forugh Farrojzad, o que se aislaron del mundo, como Emily Dickinson. Sin olvidar, cuando se habla de Pizarnik, el añadido de su carácter de lesbiana - o más bien de bisexual -, que habría contribuido a a amargar su existencia y a acelerar su decisión de terminar con ella. En especial, al vivir en una sociedad como la Argentina de finales de los sesenta/principios de los setenta en que esas preferencias sexuales aún se contemplaban como desviaciones, incluso pecado. De obligado castigo y posterior reforma. De necesario ostracismo.

No es de extrañar, como atestiguan las ediciones recientes de la obra de Pizarnik, que se intente desligar esos rasgos biográficos de la obra en sí de la poetisa. Se trataría de evitar que se viese sólo como los poemas de una suicida, de una enferma incluso, cuyo valor quedaría restringido a los meros aspectos clínicos o se explicase únicamente en función de ellos. Se busca, por tanto, destacar el hecho de que la poesía entera de Pizárnik es un esfuerzo de exploración del lenguaje, más allá de los experimentos formales surrealistas que lastraban sus primeros libros. Si su poesía es difícil, tensa y agónica, exigiendo una especial concentración para comprenderla y saborearla, no se debe a que no hay un claro impulso por parte de la poetisa por comunicarse y ser comprendida, sino a que el lenguaje corriente se revela, como bien saben todos los escritores, una herramienta tosca y roma. Inadecuada para mostrar y mostrarse.

No es de extrañar, en consecuencia, que Pizarnik desconfíe del lenguaje, ni que sea dolorosamente consciente de su peligrosidad. De como las palabras más inocentes pueden transformarse en armas cortantes y destructoras, con independencia de la intención con que fueron pronunciadas. La única solución, en sus poemas, es refugiarse en la imagen surreal, que por su propia esencia se muestra refractaria a cualquier interpretación apresurada. O reducir la expresión a un mínimo de palabras, como en su libro El árbol de Diana, abierto, por su estricta concisión, a las interpretaciones más arborescentes. O siguiendo el camino opuesto, renunciando casi por completo a la expresión poética, para embarcarse en interminables poemas en prosa, cada de uno de ellos Odiseas en miniaturas, sólo que sin destino, puerto de arribada u hogar en que guarecerse.

Todo cierto pero, al mismo tiempo equivocado. Porque queda la conexión entre melancólicos, estrecha e inquebrantable, aunque nos separe el tiempo, la geografía y la muerte. En el dolor de los poemas de Pizarnik, yo reconozco el mío. Esa conciencia de estar aparte del mundo, de sobra, desterrado, pero, al mismo tiempo, con un deseo inextinguible de pertenecer y saberse amado, aunque se sepa de la imposibilidad de verlo satisfecho. Del fracaso y del dolor, cada vez más insoportable, intolerable, que seguirá a los múltiples ilusiones, sabidas autoengaños, y a su fracaso inevitable.

Desastres que se acumularán uno sobre otro, hasta asesinar cualquier esperanza que aún pudiera conservarse. Hasta justificar que se parta de este mundo, sin pensar en qué o quién se deja atrás.

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