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viernes, 5 de abril de 2019

En busca de Bergman (XIX): Nattvardsgästerna (Los comulgantes, 1962)




































Cuando vi por primera vez Nattvardsgästerna (Los comulgantes, 1962), mi perspectiva se hallaba ofuscada por una serie de condicionantes previos. No lo que ahora llamaríamos spoilers, que en poco afectarían al impacto de la cinta, sino por gruesos estratos ideológicos. En primer lugar, en la crítica del periódico que precedía a su pase televisivo, se la tildaba de obra maestra gélida, insinuando que, a pesar de sus indudables logros estéticos, su valor quedaba lastrado de manera irremediable por su falta de calor y afecto humano. Por otra parte, en tiempos del franquismo, el nacionalcatolicismo imperante había intentado manipular las películas de Bergman, convirtiéndolas en mensajeros de la idea innegable e irrefutable de Dios, objetivo para el que no dudo en modificar los doblajes, como descubrí mucho tiempo después. Por último, en los años ochenta, mi yo adolescente se debatía en los laberintos de una fe que aún no me atevía a abandonar, mientras que mi pensamiento se hallaba fuertemente influido por un movimiento filosófico que ya empezaba a tener mucho de caduco: el existencialismo.

Con todo ese equipaje a cuestas, como dicen los ingleses, ya se pueden imaginar el impacto que me produjo una película que, precisamente, giraba alrededor del problema de la fe. Más en concreto, de la (im)posibilidad de mantenerla viva, no reducida a meros rituales, dentro de una modernidad para la que era un cuerpo extraño, sin contar las devastadoras consecuencias personales y afectivas que la súbita consciencia de su pérdida acarreaba a quienes antes la habían considerado como parte integral. En ese sentido, sí, Nattvardsgästerna era una obra maestra gélida, pero no podía ser de otra manera, ya que describía la desolación, la desorientación, la desesperación incluso, que seguía al desmoronamiento de referencias vitales y morales. En concreto, de ese Dios que debía velar por nosotros y en quien siempre podíamos confiar que nos acogiera, mientras que ahora nos hallábamos sólos, abandonados, en medio de una naturaleza a quien poco le importábamos.

¿Y con respecto a ese cristianismo recobrado del que se ufanaban los sacerdortes del tardofranquismo? Parte de la confusión, dejémoslo así, es que Bergman no realiza una crítica de la religión, sino que nos habla de las consecuencias de su desaparición. De manera retorcida, como hacían las autoridades religiosas patrias, se puede interpretar ese dolor, ese desgarro, sentido cuando se camina en dirección a la dura verdad, es una prueba a favor de la necesidad de la religión. Como único elemento capaz de dotar de equilibrio y estabilidad a nuestra existencia, sin cuyo soporte nos hundiríamos, sin cuya guía nos extraviaríamos. Justificación débil y negativa, contraria a ese entusiasmo liberador que se supone debería acompañar al mensaje evangélico, pero que equivoca todo el mensaje y las intenciones de Bergman. Lo que el describe es la angustia inextingible, inaplacable, que muchos ateos hemos experimentado antes de serlo. El descubrimiento de que nuestras convicciones anteriores eran falsas y hueras, desprovistas de todos sentido, rituales vacuos cuya repetición sólo nos produce dolor.

¿Y en lo personal? Como ya le he adelantado, en Nattvardsgästerna veía reflejados mis temores y mis dudas, pero aquéllos y estas no se quedaban limitados a lo mero abstracto e intelectual. La película dejaba, deja, bien claro como esa crisis espiritual, que para el clérigo protagonista se revela insuperable, tiene devastadoras repercusiones en la humanidad de quien la sufre. Ese personaje, interpretado por uno de los actores fetiches de Bergman, Gunnar Björnstrand, deviene incapaz de amar, incapaz de ponerse en el lugar de otros, atrapado, como está en la cárcel de si propio dolor, angustia y soledad. Su actitud es la de una indiferencia hóstil, la de quien se aparta voluntariamente de sus semejanes y se revuelve, violento, contra todo aquél que pretenda penetrar en su espacio privado. En ese jardín del dolor que con tanto cariño y dedicación cuida.

Actitud que acabará afectando, contagiándose, al resto de los personajes de la cinta. Al interpretado por Max von Sidow, quien, ante la indifirencia de su pastor, acabará tomando una decisión irrevocable. Al de la mujer que ama con desesperación al protagonista, interpretada por Ingrid Thulin, otra de las actrices absolutas bergmanians, quien remeda y adopta el cinismo, la desesperación suicida, en la que el pastor se ha encerrado, emparedado y encastillado. Condena de la que se siente orgulloso, por ser al mismo tiempo, verdugo y víctima, y de la que nada le hara indultarse, ni siquiera el daño irreparable que inflige en sus semejantes.

Destino al que temía verme yo abocado y que, en mi juventud, contemplaba con el horror que se escuchan las profecías.










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