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sábado, 1 de diciembre de 2018

El mundo/el museo entero

La Piedad Despla, Bartolomé Bermejo


Aunque pueda sonar a sacrilegio, les tengo que decir que he salido más satisfecho de la visita a la exposición de Bartolomé Bermejo, abierta ahora mismo en el Prado, que de la celebratoria del segundo centenario de esa pinacoteca. Por mucho que ésta sea mucho más grande y ambiciosa que aquella, además de  haber sido anunciada a bombo y platillo en todos los medios. Dígamos que tengo debilidad por las exposiciones mínimas, más aún cuando se centran en un pintor cuya obra se desarrolla en un periodo que encuentro fascinante: la transición del gótico al renacimiento.

Parte de mi atracción por este periodo y estos artistas se debe que su figura se suele hallar envuelta en un denso manto de misterio. Estamos acostumbrados, por influencia del romanticismo y de las vanguardias, a imaginar a artistas cuya vida, su ideología, sus conflictos y aspiraciones, se revelan en el lienzo. Sin el conocimiento detallado de la biografía del pintor, de sus ideas y su personalidad, la obra se quedaría coja, amputada de gran parte, sino todo, su impacto e importancia. Esa necesidad por completar lo visto ha servido de acicate a profundos y detallados estudios, que llegan a crear la ilusión en los lectores de poderconocer íntimamente al artista, ser, sino su amigo, al menos alguien cercano a él. Lo suficiente para compartir su arte, cuando no replicarlo.


El contraste con los maestros antiguos, como Bartolomé Bermejo, es abismal. Nuestras fuentes se suelen reducir a los contratos de obra, siempre secos y sumarios, sin nada en ellos que nos permita atisbar en la mente del artista. Como mucho, se puede aspirar a trazar, en líneas generales, el itinerario geográfico y estético del pintor.  A veces ni siquiera eso, pues no es extraño que de algunos desconozcamos incluso el nombre, o que los identificados aparezcan y desaparezcan repentinamente del anonimato. Como en el caso de Bermejo, quien tras pintar un par de obras absolutas hacia 1490, la virgen de Monserrat y la Piedad Despla, arriba ilustrada, debió de dejar de pintar por completo, sin que se conozcan obras suyas hasta que, en 1501, desapareció de toda documentación.

Nos queda sólo su obra, lo que en un tiempo, como el nuestro, que quiere saber todo ya, de inmediato, nos produce desazón.  Apenas podemos percibir que esos cuadros se conjugan influencias muy variadas, incluso contradictorias: la clara de los artistas flamencos del XV, omnipresente en todo artista europeo de fuera de Italia, pero también indicios de que Bermejo no era ignorante a lo que estaba sucediendo en la Italia que marchaba hacia el renacimiento. Así, en su última obra conocida, la Piedad Despla, se observan detalles, como algunas nubes, que recuerdan a Mantegna, incluso a Gian Bellini

Pero más allá de ello, me fascina en esa obra la obsesión por el detalle mínimo, por la práctica de la miniatura a gran escala, tan típica de los flamencos, que convierte cada uno de sus cuadros en un ejercicio por encontrarlos e identificarlos. E incluso interpretarlos, si es que se tiene el valor de aceptar el reto. Así, en esa tabla magnífica, si se olvida uno de los personajes principales, a su alrededor y en los fondos se descubrirá una riqueza infinita: las mariposas que revolotean ante la virgen, la serpiente y el lagarto sobre los huesos de Adán, el carbonero que huye volando, las aves migratorias en lo alto del cielo, las nubes de tormenta y el chaparrón que dejan caer, el molino de viento en el horizonte, la obscuridad de la noche en un lado del lienzo, las últimas luces del atardecer en el otro. Y bajo ellos,  en extremos opuestos, un soldado en una caverna obscura, una mujer sentada a la puerta de una casa.

Símbolos, símbolos tras símbolos, que seguramente para un contemporáneo serían meridianos, pero que para  nosotros suponen el más intrincado de los enigmas

Equipo Cronica, La antesala
¿Y la muestra del bicentenario?, se estarán preguntando. Pues bien, tengo la impresión de que se trata de dos exposiciones distintas mezcladas, que no acaban de casar bien y que hubieran quedado mejor separadas e independientes. Material habría habido de sobra, además de poder presentar sus tesis con mayor detalle.

Así, por un lado,  se tiene la crónica de la formación y crecimiento del Museo del Prado, con sus múltiples encarnaciones, anexiones, legados y adquisiciones, sin olvidar su momento de mayor peligro, cuando se vio amenazado por los bombardeos nacionales sobre Madrid - ya saben, la derecha siempre por la cultura -. Por otro lado, está la manera en que el legado pictórico custiodado en el museo ha servido de inspiración a los pintores de la modernidad, desde los impresionistas franceses al pop patrio, sin olvidarse de las vanguardias propiamente dichas o los informalismos de postguerra.

Una muestra, esta última, que habría permitido realizar una comparación entre los cuadros del museo y las versiones/reelaboraciones contemporáneas. Muy en la línea, por tanto, de las intenciones recientes del museo, que busca romper ese muro imaginario que nos separa de la pintura antigua, como si esta hubiera quedado relegada, digamoslo así, a los museos, reducida al nivel de mera curiosidad o de recordatorio, un tanto rancia y apolillada, sin ninguna influencia o importancia en nuestro presente. Cuando no es así, ni debería serlo.

Por desgracia, esa exposición soñada se quedará en eso, en fantasía, y habrá que conformarse con lo que hay en germen en la exposición del bicentenario. Atractivo, sugerente, importante, pero incompleto, puesto que algunos ejemplos señeros de ese diálogo no se han podido traer, aunque sí lo fueron en ocasiones pasadas, mientras que en otros que sí están presentes falta uno de los términos de la comparación. 

Oculto a un público que no llegará a saber qué es lo que se intenta decir. ni mucho menos por qué.

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