Páginas

domingo, 23 de diciembre de 2018

Al borde del apocalipsis (y II)

The moves away from dictatorship and toward more accountable forms of government in many parts of the world at the end of the Cold War were much helped by invigorated  international debates on rights and norms. Many of these debates questioned the strong and in some places almost overwhelming role of the state in Cold War politics. The Cold War had helped states to expand their power over people and communities everywhere. Even in the United States, where so many ideological positions privileged individual freedoms and rights, the practice have been toward and enlargement of the capacity of the federal government. The argument, everywhere, had been won by the combined needs of military preparedness and social improvement. The former was to fend off enemy expansion. The latter was to organise society better and to present it as the model of the future. But in the 1980 these forms of thinking were coming under pressure both in the East and West. In the Soviet Union, Gorbachev began to reconsider the established belief that mere state power was the solution to all the problems. In the United States and Britain neoliberals challenged the very foundations that postwar interventionism was built on: that capitalism functioned better if it was regulated by governments. While before state seemed to be the answer (or at least part of it), now, for some, it was the mother of all ills.

Odd Arne Westad, The Cold War: A World History


El alejamiento, en muchas partes del mundo, de formas de gobierno dictatoriales en favor formas sujetas a escrutinio al final de la Guerra Fría fue promovido por un renovado debate internacional sobre derechos y deberes. Muchos de esos debates ponían en cuestión el poderoso papel del estado en la política de la Guerra Fría, abrumador en ocasiones. La Guerra Fría había permitido en todas partes que los estados expandieran su poder sobre la población y la comunidad. Incluso en los Estados Unidos, donde se privilegiaba ideológicamente los derechos y libertades individuales, en la práctica se había promovido la ampliación de los poderes del estado federal. La discusión, aquí y a allá, había sido ganada por una doble necesidad combinada: la preparación militar y la mejora social. Aquélla debía mantener a raya la expansión enemiga. Ésta tenía que mejorar la organización social y mostrarla como modelo futuro. Pero en 1980 estos modos de pensamientos estaban siendo puestos a prueba tanto en el Este como en el Oeste. En la Unión Soviética, Gorbachev comenzó a cuestionarse la creencia heredada según la que el estado era la solución a todos los problemas. En los Estados Unidos y Gran Bretaña, los neoliberales impugnaron los fundamentos que los que se basaba el intervencionismo estatal de la postguerra: que el capitalismo marchaba mejor si estaba regulado por el gobierno. Mientras que antes el estado parecía ser la solución (o al menos parte de ella), ahora, para algunos, era la fuente de todos los males.

En la entrada anterior, les comentaba las muchas dudas que comienza a haber sobre la versión oficial del comienzo de la guerra fría. Según ella, tras la desidia de Roosevelt y su manifiesta indulgencia hacía Stalin, Truman había tenido que adoptar una política de intransigencia hacía la URSS, única manera de evitar que el totalitarismo soviético se hiciera con el continente europeo, tal y como ya había ocurrido en el Este de Europa. Sin embargo, lo que se comienza a pensar ahora es que salvo países muy concretos, caso de Polonia, Stalin hubiera estado dispuesto a neutralizar gran parte del continente a cambio de disponer de tiempo para reconstruir la URSS. De hecho, y para sustentar esa tesis, la toma del poder definitiva en países como Checoslovaquia  sucede no en 1945, sino en 1948, y como respuesta a los primeros desaires de los aliados occidentales.

No se puede aventurar qué hubiera ocurrido en el contienente si los EE.UU hubiera adoptado una postura más negociadora y hubieran jugado las bazas que tenían para obtener concesiones de Stalin. Lo que sí sabemos es que la Guerra Fría cristalizó en Europa, en 1948, para mantener dividido el continente durante cuarenta años. Durante ese periodo, ambos bandos se observarían, intranquilos, desde su lado de una frontera militarizada en un grado impensable. Dispuestos a invadir al contrario, o detener su ofensiva, utilizando todo su poder militar, sin descartar el uso de armas nucleares. Es más, incluyendo ese arma definitiva en sus planes, desde su uso meramente táctico, hasta el ataque masivo que debía arrasar por entero los países enemigos.

Esa militarización extrema, unida a la certeza de que cualquier conflicto en Europa derivaría en guerra nuclear total, congeló la frontera entre ambos bloques y el propio desarrollo de la Guerra Fría. La única solución para obtener la victoria, se creía, era trasladar las operaciones militares a otros países, los de tercer mundo y las excolonias europeas, donde la guerra entre EEUU y la URSS se libraría por intermediarios, sin arriesgarse a desencadenar la Tercera Guerra Mundial. El objetivo de ambas partes era robar al enemigo el mayor número de fichas sobre el tablero, de manera que éste se derrumbase sobre sí mismo, incapaz de mantener una supremacía planetaria. El resultado fue un inmenso sufrimiento humano, cuyas secuelas aún permanecen, con el añadido perverso de que además fue completamente inútil. Al final, la Guerra Fría se decidió en Europa, en las mismas regiones del Este del continente donde se había iniciado.

Volvemos de nuevo al problema de la propaganda. En esta ocasión, la versión propagada justo tras el fin de la Guerra Fría atribuía la victoria de Occidente a las agallas del trío formado por Thatcher, Reagan y Juan Pablo II. Tres "luchadores por la libertad" que con su firmeza e inflexibilidad mostraron el camino a seguir a los pueblos oprimidos del Este. En esa tarea, se dijo, tuvo una importancia primordial la  SDI, la Iniciativa de Defensa Estratégica promovida por Reagan que se proponía crear un escudo antimisiles en el espacio. Aunque fracasada a la larga y con mucho de farol, era un peligro que el bloque soviético no podía dejar de lado, de manera que el sólo intento de rearmarse para hacerle frente habría llevado al punto de ruptura a una economía dirigida, sin capacidad para llegar al nivel de las occidentales. Derrota ideologíca, por tanto, acelerada y propiciada por un fracaso económico.

¿Fue así? Como suele ocurrir, en cuanto se escarba un poco se descubre que la historia es mucho más compleja que lo resumido en un par de slogans. En realidad, esa ineluctabilidad del fracaso comunista no existía, o al menos no con la gravedad con que se imaginó en la década de 1990. De hecho, a finales de los 70, la idea más común, era que ambos sistemas estaban convergiendo hacia uno solo, puesto que en ambos bandos se tendía hacia sistemas mixtos, de capitalismo socialista, en los que se combinaban el dirigismo estatal y las libertades individuales. Del lado americano, ese control económico era necesario para mantener en pie el gigantesco complejo militarindustrial que podría asegurar la victoria en la guerra fría. Del lado soviético, esas libertades personales, incluso un mercado solapado, eran indispensables si no se quería quedar rezagado en la competición científica y en el nivel de vida de la población.

Por otra parte, no hay que olvidar que el final de la guerra fría sólo empezó a verse como una posibilidad en el segundo mandato de Reagan y con la llegada de Gorbachov en 1985. Durante la primera presidencia de Reagan, su política de firmeza, confrontación  y provocación sólo produjo un endurecimiento de las posturas soviéticas. La desconfianza y el temor llegaron a tal punto que se estuvo al borde de la guerra nuclear en 1983, cuando con ocasión de las maniobras Able Archer de la OTAN ambas partes pensaron que el otro bando iba a atacarles. Sólo cuando Reagan, de 1986 en adelante, mostró una postura más conciliadora y se avino a negociar con los rusos, se pudieron dar pasos firmes en pos de la paz. No de una tensa y frágil distensión al estilo de los 70, sino del auténtico final del conflicto, con paz, seguridad y libertad para todos.

Sin embargo, más que de Reagan, la conclusión de la Guerra Fría dependió siempre de Gorbachov y sus ambiciosas reformas. Se puede decir incluso que el derrumbamiento del bloque soviético no fue debido a la presión de los Estados Unidos, ni mucho menos a la SDI, sino a los errores de cálculo de Gorbachev, tanto políticos y como económicos. La imposibilidad de controlar sus consecuencias y la aceleración que se le imprimió llevarón a la descomposición de la URSS, que incluso podría haber sido salvado en el último momento, si no se hubiera producido el golpe fracasado contra Gorbachov de agosto de 1991 

Con un poco más de tranquilidad, menos idealismo y mano firme, el resultado final podía haber sido muy otro. Quizas, una Europa del Este neutralizada, fuera de la OTAN y funcionando aún como tapón defensivo de URSS debilitada, pero firmemente unida, y aún con aspiraciones a cierto liderazgo mundial. Con un sistema económico más liberalizado, lo que le eximiría de los gastos de la competencia ideológica con los EEUU, pero en clara lucha por otra supremacía: la económica. Más o menos como ha ocurrido con China, cuya cúpula política supo navegar las difíciles aguas de finales de los ochenta, puesto que Tiannamen sólo fue una excepción, para convertirse en esa contradicción política que es "una economía de mercado de partido único". 

O quizás no tanto, puesto que muchos neoliberales y neoconservadores venderían su alma para construir algo similar en Occidente. Un espacio donde enriquecerse sin tasa y donde las riendas del poder estuvieran firmemente en sus manos. Si es que no lo han hecho ya y el resto es comedia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario