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sábado, 27 de octubre de 2018

Las cuentas pendientes (y I)

Por consiguiente, el presunto « pacto de olvido » de la transición abarcó a un tiempo los crímenes de la transición, los de la guerra civil y los del franquismo, al unificarlos en un ciclo histórico común. La implacable determinación de excluir la violencia del horizonte democrático se halla también en el corazón de esta voluntad de apartar los enfrentamientos pasados del campo de visión del presente, con el fin de construir un porvenir común -y ya hemos visto también que había sido esa misma voluntad la que había guiado la política de contención de la violencia en el presente de la transición-. Por consiguiente, la cuestión no estriba tanto en ignorar o « echar al olvido » los horrores del pasado, sino más bien en expulsar del pasado democrático en construcción toda aquella gramática de la violencia que pudiera ponerlo en peligro. En este sentido, la simple mención de la violencia pasada resulta inoportuna, dado que sobre ella viene a recaer la acusación de reactivar  en el presente los conflictos de otra época. Del mismo modo, el solo hecho de señalar que la tortura persistía en las comisarías resulta inoportuno, dado que constituye un atentado intolerable contra la propia esencia de lo que pretende ser el nuevo régimen democrático. No existe la menor duda que la realidad tangible de la violencia, constatable a lo largo del periodo aquí estudiado, contribuyó a elevar a su máxima expresión esta lógica del silencio. Tal dinámica persistirá hasta que una nueva generación, carente de complejos y liberada del temor a un resurgimiento presente de los conflictos del pasado como del peso de haber protagonizado la transición y sus malentendidos, se atreva a poner en cuestión las decisiones tomadas entonces. Evidentemente, dichas decisiones permitieron salir de la dinámica cíclica de la violencia que pesaba sobre la historia de España, pero la pacificación democrática que se exalta no consiguió una verdadera reconciliación. Antes al contrario, ya que generó un gran número de frustraciones que se hallan en la base del desarrollo, visible a partir del año 2000,  de un movimiento favorable a lo que se ha dado en llamar la « recuperación de la memoria histórica », con el que se pretende rehabilitar la memoria de oculta de los vencidos de la Guerra Civil y del Franquismo.

Sophie Baby. El mito de la transición política. Violencia y política en Espala (1975-1982)

Ya les he comentado en otras entradas como, a partir de 2005, se empezó a resquebrajar el consenso sobre el significado de la transición política a la democracia tras la muerte del dictador Francisco Franco. Este crítica se ha intensificado en la década posterior, coincidiendo con la asoladora crisis económica mundial. Una de sus resultas ha sido la quiebra del sistema bipartidista español, dada la imposibilidad de los partidos tradicionales para responder con eficacia a la creciente pobreza de la población o encontrar una solución duradera al ascenso de los movimientos separatistas. Así, desde la derecha, se ha comenzado a abandonar los disfraces democráticos con los que se habían arropado hasta ahora, para volver a reclamar la legimitidad de la dictadura pasada y su carácter de gloria nacional. Una evolución similar al resurgimiento fascista que está teniendo lugar en toda Europa, sólo que aquí no nos llama tanto la atención, puesto que el PP, surgido de una AP fundada por familias franquistas opuesta a cualquier tipo de democratización, nunca llegó a perder del todo sus raíces, ni a exorcizar los fantasmas dictatoriales de su pasado.

Por parte de amplios sectores de la izquierda,  asímismo, y en un movimiento que antecede al de la derecha, se ha vuelto a recuperar el recuerdo de la Segunda República, como primera experiencia democrática real en España, destruida por la intransigencia de reaccionarios y militares. La Transición y la Democracia del 78, a su vez, han dejado de verse como plasmación de lo que quedó en proyecto en aquel entonces, para pasar a considerarse como claudicación por causa de fuerza mayor. Ante la amenaza de involución por parte del ejército, que condujese a una represión feroz y quizás a otra guerra civil, las fuerzas progresistas aceptaron al rey y toleraron la pervivencia de múltiples resabios franquistas. Peor aún, consintieron un silencio cómplice para proteger el futuro democrático, por el cual el pasado, el golpe militar, la guerra civil y la cruel represión franquista que la siguió, quedaban relegados a los libros de historia, sin que fuese lícito preguntarse en público quiénes fueron los asesinos y por qué. Para el común de la población, la guerra debía considerarse como conflicto entre hermanos, del que todos habíamos sido responsables en la misma medida. La reconciliación, por tanto, sólo podía alcanzarse por medio de un perdón general y de la immunidad perpetua.


Ese silencio no se limitaba al pasado lejano, sino que se extendía al propio presente. En el recuerdo transmitido y enseñado, la transición había sido pacífica, fuera de las acciones de una minoría de extremistas, ETA y los golpistas del 81 en primer lugar, seguidos de una constelación de grupúsculos violentos de ambos bandos, que buscaban una nueva confrontación general. El espectro de una nueva guerra civil sólo había sido conjurado por la amplitud de miras de las jerarquías postfranquistas y la responsabilidad social de las cúpulas de los partidos políticos progresistas, en un progreso de acercamiento que se remontaba a mucho antes de la muerte de Franco y que tenía como objetivo irrenunciable e inevitable la consecución de una democracia plena y moderna. En ese proceso, dirigido desde las élites, la ciudadanía había tenido un papel secundario, de mayoría silenciosa, mera sancionadora dócil y entusiasta de las decisiones adoptadas para ella, pero sin su participación. El resultado, fuera de la actuación de los radicales, nunca había estado en entredicho y habría tenido lugar más tarde o más temprano.

¿Pero fue en realidad así, como nos han aconstumbrado a recordarlo? El libro de Baby, sin desautorizar los logros de la transición, primera experiencia democrática que llegó a arraigar en España, es una necesaria llamada de atención contra la persistencia del mito de la tranquilidad y serenidad que rigió el paso de la dictadura a democracia. La base de su estudio es una base de datos en la que ha intentado recopilar todos los actos violentos que tuvieron lugar en el periodo de 1975 a 1982, del cual se desprende, por ejemplo, que la violencia política alcanzó cotas similares a la de  Italia en esos mismos años, un país que se suele tomar como ejemplo del nivel de violencia que una sociedad democrática puede tolerar antes de dejar de serlo. En España, los atentados no tuvieron el carácter espectacular que en ese otro país, aunque los hubo de gran resonancia, pero si se produjo un continúo reguero de víctimas que, en ocasiones espcíficas, como en enero de 1976 o  durante 1979, hicieron pensar a la ciudadanía que la sociedad y el estado se hallaban al borde del derrumbe.

Violencias además, que procedía de ambos lados del espectro, de los nostálgicos del régimen franquista, por un lado, y de los que pretendían propiciar la revolución marxista, pero ambos con el mismo objetivo, llevar al estado al borde del precipicio, hacer fracasar la transición y conseguir el advenimiento de la reacción añorada o la revolución soñada. Acciones terroristas que se producían en oleadas, en los meses anteriores a procesos democráticos, como referéndums y elecciones, para acabar mutando en movimientos más concentrados y de mayor persistencia. El intento golpista del 81, última jugada de la extrema derecha para restaurar el franquismo, o la larga vida de ETA, enquistada en el norte del país en una guerra civil larvada donde los civiles eran las víctimas principales.

Amenazas permanentes que produjeron un efecto de rebote. La aceptación e inclusión de la violencia franquista, en forma de represión y torturas, dentro del aparato policial del nuevo régimen democrático, como medio de defensa contra extremistas y terroristas. La tercera rama de la violencia de la transición y la que más se ha relegado al olvido, por el efecto deletéreo que tendría sobre el mito.

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