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martes, 28 de agosto de 2018

Fragmentos esparcidos (y I)

A la postre, tampoco es de extrañar la preferencia por la guerra en un pueblo (el americano) que apenas parece concebir otra dimensión de la vida y afanes de los hombres y los individuos que la que discurre a lo largo de la polaridad entre « vencedor » y « perdedor». Ya acertó a señalar al preferencia y propensión la escritora Susan Sontag - a raíz de la miserable hazaña perpetrada desde un cielo que acaso sea el Dios o Yavé Sabaoth, pero no ciertamente el de los hombres, por los impunes bombardeos americanos sobre Afganistán - con la adecuada crudeza de aquella fórmula de « la luhuria que la opinión pública siente por los bombardeos en masa» Creo que son poco todavía los que lo han entendido y le han visto la gracia, pero tal vez no tarde en lograr hacer reír a todo el mundo a mandíbula batiente el que es sin duda el mejor chiste político americano de estos últimos años « ¿Por qué nos odian? »

Rafael Sánchez Ferlósio, La belleza de la guerra.

En mis manuales de literatura de bachillerato, allá por 1982, la literatura castellana posterior a 1945 carecía de cualquier sistematización. Era un inmenso revoltillo en el que se acumulaban nombres y nombres de autores y obras, sin mayor comentario. Listas que el tiempo aún no había tamizado y sedimentado, dejando a la vista sólo aquéllo que deberían merecer la pena. No sé quienes, de todos esas obras y autores, seguirán siendo admirados y recordados, pero me da que además de sobrar bastantes, debían faltar muchos de los imprescindibles... o no se les daba la importancia que merecían. Porque otro problema, que venía a empeorar aún más la situación, es que entre exilios, silencios y omisiones, se dejaban fuera demasiados nombres, demasiadas obras valiosas. como Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos o El laberinto Mágico de Max Aub. Herencia inevitable de aquel tiempo de negación que fue el franquismo,  cuya sombra aún pesa sobre nosotros, como la de un espantajo de pesadilla que no podemos apartar de nuestra memoria y nos impide pensar con claridad.

Sin embargo, aquí y allá, en esos resúmenes caóticos y apresurados, se señalaba una obra aislada, de ésas que habíabn supuesto un antes y un despúes en la historia de nuestra literatura. La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela; Nada, de Carmen Laforet; Camino, de Miguel Delibes; Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo. . Obras que también constituían un hito en la producción de estos autores, hasta tal extremo que, en muchos casos, su creación posterior podía asemejarse a una huida de aquel éxito primero, a través del cual era observada, y juzgada, su obra.

Y entre ellas,  El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio. Obra publicada en 1955 y caso extremo de esos hitos literarios, porque tras esa novela, incontestable e insoslayable, no se volvía a hablar de él. Como si se hubiese desvanecido en las tinieblas, como si ese éxito hubiera devenido losa abrumadora, maldición inquebrantable, tumba de la que ya no hubiera tenido las fuerzas para escapar. Pero no era así, o si lo era fue sólo en parte. Sólo en las últimas décadas, cuando ya este escritor era un anciano, he vuelto a saber de él. De repente, se ha vuelto a publicar su obra completa, en ediciones revisadas y corregidas, acompañadas de reseñas elogiosas en los suplementos literarios.

En esa obra, la narrativa había quedado prácticamente abolida, fuera de algunos cuentos y de una novela inacabada, la Historia de las Guerras Barcialeas, de la que sólo se ha publicado un fragmento, El testimonio de Yarfoz. Según el testimonio del propio escritor, la repercusión que tuvo la novela El Jarama en la literatura de su época, le llevo, le forzó, a negarse a continuar por el camino de novelista. Temía y rechazaba el convertirse en constructor y decorador de ficciones, obligado a seguir el modelo fijado por sus obras anteriores. Prefirió refugiarse en el ensayo, forma breve que le permitía volver a inventarse a cada redacción y además, dada la dispersión y variedad de los medios en que se publicaban, ejercer de francotirador cultural. De continúo acicate y revulsivo, propio de quien dice verdades como puños y no teme levantar ampollas.

Todo ello, por supuesto, acompañado de un dominio perfecto del castellano. De quien sabe utilizar la lengua con propiedad y rigor, sin permitirse ambigüedades, componendas y facilidades. Siendo fiel a si mismo y al lenguaje, por muchos sinsabores y quebraderos de cabeza que esto acarrease. Un uso que algunos les puede parecer difícil y enrevesado, pero que no lo es tanto en su expresión, cristalina, mesuras y equilibrada, al ejemplo de los clásicos, sino en la dificultad conceptual que entraña. Sus frases, como bien aconsejaba Baltasar Gracián, están preñadas de significado, no hinchadas de palabrería. Se requiere una lectura reposada, incluso repetida, para poder llegar a captar, en toda su amplitud, lo que Ferlosio quiere contarnos.

¿Y qué es eso? Les hablaba de verdades como puños, de levantar ampollas, y podría calificamdo, añadiendo prosa vitriólica, sin pelos en la lengua, a contrapelo de todas las corrientes, lo que apuntaría a uno más de esos "incorrectos" que tanto se ufanan de su comodidad conformista, haciéndola pasar por rebeldía. Pero Ferlosio no es un provocador. Es un desengañado. Alguien que ya ha visto fracasar demasiados ideales, demasiadas esperanzas, demasiadas ilusiones y entusiasmos, como para conservar confianza alguna en la naturaleza humana. La observa, la describe, la comenta.  sí, pero siempre con sonrisa amarga, desde cierta lejanía, la de quien se sabe cada vez más viejo, se descubre fuera de todas las corrientes, de todos los partidos, de todas las modas. Lo que no evita que se sienta responsable y participante, obligado a hablar a sus coetáneos, aunque su voz no guste a nadie, ni siquiera a los (muy pocos) suyos.

Soledad orgullosa, empecinada, dolorosa y pesada, pero irrenunciable, al ser parte ya constituyente de uno mismo, que  me subyuga. Al verme reflejado en ella. 

Tanto de lo que soy, como de lo que quisiera ser


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