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martes, 24 de julio de 2018

Perdido

Lorenzo Lotto, Retrato de un caballero joven

Supongo que ya les he comentado varias veces como varían las apetencias artísticas a medida que se envejece. Uno acaba por apartarse de los grandes maestros, un poco hastiado de encontrárselos por todas partes, y toma cariño por figuras de segunda fila, cuya obra ha quedado en la penumbra. Se pueden poner muchas excusas para justificar estas preferencias, pero lo cierto es que detrás de ellas se oculta un solo deseo: el de volver a enamorarse con pasión de una obra de arte, el dejarse arrebatar por el torbellino del descubrimiento repentino, aunque quizás el objeto no lo merezca y antaño ni le hubiéramos dedicado una sola mirada. Ese es el objetivo, pero, para serles sinceros, debo confesarles que rara vez se alcanza. Al final, a estas edades, sólo se puede remedar lo ya sentido, extraer los sentimientos del almacén en el que duermen, vestirse con ellos, aparentar.

Dejemos a un lado las confesiones. Esta introducción era sólo para que entendiesen el poderoso atractivo que exposiciones como la de Lorenzo Lotto, abierta recientemente en El Prado, ejercen sobre mí. No es que el nombre de este artista sea desconocido para el aficionado. Cualquiera que se haya preocupado por la pintura veneciana recuerda un par de retratos magníficos, de ésos que te llevan a querer ver más, a descubrir el artista detrás de esas maravillas, a confirmar que esos logros no eran una excepción, un golpe de suerte. Esta exposición permite cumplir ese deseo, al explorar la obra de este pintor veneciano en profundidad, abarcando toda su biografía y sus diferentes etapas estilísticas.

Es obvio que una exposición de estas características corre un grave peligro. La de demostrar, muy a su pesar, que nada había detrás de ese par de obras famosas.  Algo así ocurre en parte con esta muestra, ya que en la obra tardía de Lotto se puede apreciar una innegable decadencia. Poco a poco este pintor va perdiendo su perspicacia psicológica, la brillantez de su pincelada, su capacidad para construir enigmas casi insolubles, al menos para nosotros, que ya no somos contemporáneos suyos. Rasgos distintivos que convierten sus mejores obras en hitos de la pintura veneciana. 

Sin embargo, hasta que se llega a ese punto, la exposición es magnífica. No ya porque estén ese par obras que todo el mundo conoce, sino porque se ve que no eran excepciones aisladas, sino cumbres de una cordillera. Incluso se justifica el apelativo, un tanto discutible, de primer retratista de la pintura occidental, puesto que incluso en sus obras de devoción se cuelan los retratos de sus patrones, incluso el suyo. No al estilo de orantes o comitentes, sino como participantes, al mismo nivel e involucramiento que los personajes sacros.

E incluso en esa segunda parte, la del su lento descenso hacia la irrelevancia, la muestra se las arregla para seguir siendo interesante. La hace mudando el objeto de su estudio, pasado de la pintura de Lotto al hombre Lotto. Porque esa decadencia no es sólo artística, es también personal, la de un artista destacado cuya confianza en sí mismo se quiebra y acaba perdiendose en su propio laberinto. En lo que llamaríamos una profunda y prolongada depresión

Dibujo atribuido a Lotto

Es muy poco frecuente, en los pintores antiguos, que sea posible conocer al hombre. Ahora mismp sólo se me ocurre el caso de Pontormo, artista de atormentada sensibilidad, contemporáneo florentino de Lotto, de quien nos ha llegado su diario personal de sus últimos años. De ordinario, sólo nos quedan áridos documentos comerciales, contratos y escritos legales, sentencias y declaraciones judiciales, el testimonio distraído, incluso despectivo, de algún patrón. Elementos dispersos que permiten reconstruir su biografía a grandes rasgos, sus movimientos y la secuencia de su obra, pero no qué motivaciones podía haber tras sus preferencias creativas, mucho menos sus debilidades, defectos y temores.

Lo que se puede reconstruir de Lotto, de nuevo por referencias contractuales, testamentos y el libro de cuentas que dejo a su muerte, es desconcertante. Se trata de un pintor nacido en Venecia que, al inicio de su carrera, abandona esa ciudad, para asentarse en lo que podríamos llamar "provincias", con todas las diferencias, distancias y salvedades de este término. Se cree, que por evitar la competencia directa con los grandes nombres consagrados o en ascenso. Con Bellini, Giorgione o Tiziano. Sin embargo, o quizás precisamente por ello, allí, en su retiro, se labra una fama como retratista de talento, la cual le permite volver a su ciudad natal, esta vez como pintor consagrado, como posible competidor de las muchas luminarias de la escuela veneciana.

Pero no ocurre así. El éxito se le escapa, debe abandonar de nuevo la ciudad. No sabemos con certeza qué le llevó a fracasar, puesto que sus pinturas venecianas en nada desmerecen a las anteriores, pero sí que este traspiés tuvo un impacto desolador en su existencia. Tanto, que nunca llegó a superarlo. Como se indica en su testamento de 1541, el segundo que redacto, se veía «sólo, sin fiel gobierno y muy inquieto de mente» Expresiones propias de quienes, como se decía en el siglo XVI, son víctimas de la melancolía y ya no encuentran sentido a la vida.

De quienes, como ocurría en el grabado de la Melancolía de Durero, no hayan ya placer en la existencia, aunque se hallen rodeados de todo aquello que produce placer intelectual y facilita una vida activa, pero que para ellos sólo sirve de molestia e irritación. Peor aún, si además son poseedores de un talento que les destaca y distingue, pero del ya que no saben sacar ningún provecho.

Y con el correr del tiempo, ni siquiera utilizarlo.

Retrato del médico Giovanni Agostino della Torre y su hijo Nicolo

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