El Pater Familias, dueño de su casa y amo de su familia, era el encargado de levantarse de la cama a oscuras, pasada la media noche, para realizar el siguiente ritual. Caminando descalzo y asegurándose de no tener ningún nudo en sus vestiduras, avanzaba en la obscuridad mientras con la mano realizaba un gesto apotropaico - que aleja el mal y atrae la buen suerte - conocido como la higa, que se realiza con la mano cerrada y el pulgar sujeto entre los dedos corazón y anular. Este gesto evitaba que los espíritus malignos, que acechaban a su alrededor, le salieran al encuentro.
Antes de comenzar el ritual se lavaba las manos para purificarse y seguidamente empezaba a caminar, sin darse la vuelta en ningún momento. Mientras caminaba, iba tirando unas habas negras hacia atrás al tiempo que repetía nueve veces la frase: hace ego mitto, his redimo meque meosque fabis - lanzo estas habas y con ellas me salvo a mí y a los míos -. Mientras tantos, los espíritus se colocaban tras él y recogían las habas que lanzaba. Éstas eran consideradas símbolos de fertilidad y podían llegar a representar un sacrificio substitutorio de las almas de los miembros de la familia que los lemures querían arrebatar. Tras hacer sonar un pequeño objeto de bronce repetía otras nueve veces: Manes exite paterni (salid de aquí, espíritus de mis antepasados; Fastos V, 435-445).
Entonces llegaba el momento más aterrador del ritual. El Pater Familias, con todos los espíritus tras él, debía darse la vuelta en la obscuridad de la noche profunda. Sólo si había realizado correctamente el ritual, los espíritus desaparecerían, liberando a su familia hasta el año siguiente.
Néstor F. Marqués. Una año en la antigua Roma.
Me explico. Los que estamos apasionados por la antigüedad clásica corremos el riesgo de olvidar los muchos abismos, geográficos, temporales y mentales, que nos separan de otras gentes. La lectura habitual de lo que escribieron aquellas gentes puede conducirnos a un espejismo intelectual: el de creer que podríamos establecer una conversación de igual a a igual con ellos, ser capaces de entenderles y de replicarles en el mismo idioma. No es una ilusión nueva, sino que se remonta al menos al renacimiento, cuando muchos intelectuales se imaginaban habitando un mundo ideal, el grecolatino, que sólo existía en sus mentes, de manera similar a los mundos inventados que habitan los frikis actuales. Ese espejismo es, por tanto y paradójicamente, uno de los pilares de la cultura occidental, que se imagina a sí misma, desde hace más de quinientos años, en diálogo directo con la antigüedad. Heredera y continuadora de lo que ellos construyeron.
Al menos hasta ayer mismo, cuando una doble revolución en el campo de las humanidades, la propiciada por las convulsiones de los 60 y el postmodernismo posterior, nos hizo darnos cuenta de esas distancias a las que me refería en el párrafo anterior. Aunque bien podría haberse llegado a la misma conclusión sin turbulencias ni guerras culturales. El volumen de conocimientos es tan ingente, tan propenso a ser modificado por los nuevos descubrimientos, que ir aprendiendo sobre la antigüedad acaba por ser un proceso de desaprendizaje. Al final, la realidad que descubrimos es tan multiforme, tan sujeta al punto de vista del observador - y del narrador - como es la nuestra sobre nuestra contemporaneidad. Imposible de conocer en sus más ínfimos detalles. aunque la tengamos ante nuestros ojos.
Añadamos otra paradoja. Ese conocimiento exhaustivo, casi microscópico, que hemos reunido sobre las civilizaciones de la antigüedad es al mismo tiempo elusivo, fragmentario y contradictorio. Nuestras fuentes apenas iluminan algunos periodos concretos, algunos lugares aislados, algunos grupos muy limitados. Normalmente los periodos de mayor gloria para esas sociedades, los sucesos acaecidos en sus capitales, las hazañas protagonizadas por sus héroes y triunfadores, En el caso del mundo grecorromano, Atenas y Roma, en un par de siglos muy concretos, mientras que para otras ciudades y regiones tenemos que basarnos en la arqueología, tan difícil de interpretar y contextualizar, incluso de conciliar con lo escrito, a menos que tengamos ya pistas previas.
Un ejemplo muy cercano es el de la Iberia Romana, de la que se puede construir una narración completa de la conquista romana de los siglos III al I a.C., puesto que para los romanos constituía un recuento de sus glorias guerreras, mientras que apenas tenemos noticias de los primeros siglos de la era cristiana. Nada queda visible, por tanto, del proceso de romanización, del que simplemente sabemos que sucedió, en forma de urbanización al estilo imperial de la península y de desaparición de las lenguas nativas y las estructuras sociales prerromanas. Historia, por tanto, casi siempre de los poderosos, siempre con un sabor a propaganda aduladora o vituperante - aunque de vez en cuándo nos llegue el eco de polémicas políticas irresolubles - y en la que se nos escamotea la evolución temporal de las sociedades grecorromanas, siempre imaginadas al estilo de la Atenas del siglo V y la Roma del principado.
De ahí que sean de agradecer libros como el que comento en esta entrada. Se trata de una visión de la vida cotidiana en Roma mediante el estudio de sus calendario y de las muchas fiestas, ritos y tradiciones que lo punteaban. Un registro que se ha conservado de manera muy diversa y normalmente anacrónica. La principal fuente son los Fastos de Ovidio, poema que va describiendo las diferentes festividades romanas tal y como eran a principios del siglo I d.C., pero que sólo cubre la mitad del año. Luego, una serie de calendarios de muy diferentes épocas, llegando incluso al siglo IV d.C, algunos con ilustraciones, que nos dan una visión general pero a los que les falta el detalle suficiente, especialmente el saber qué sentían o pensaban las personas que en ellas participaban. Por último, las muchas alusiones, directas o de pasada, de los autores clásicos, a las que se puede añadir los fragmentos que nos ha revelado la arqueología, a veces corroborando, a veces contradiciendo.
De toda esa maraña de conocimientos, se pueden extraer dos conclusiones. La primera, como bien señala el libro, que ese calendario era algo vivo, en continua evolución, en el que convivían fiestas antiquísimas con otras acabadas de fundar. Celebraciones inmemoriales de las que incluso se había olvidado su razón de ser, que se repetían por mera tradición, sin creer quizás mucho en ellas, y que incluso empezaban a estar en desuso; frente a otras más modernas que tenían una clara intencionalidad, ya fuera política o religiosa, gozando del patronato de los poderosos y del favor de la población. Computo de efemérides en el que se mezclaban diferentes maneras de dividir el año, la semana nuestra de siete días con otra más antigua de nueve, la localización variable de nonas e idus, la longitud también variable de los meses y su posición móvil en el año hasta tiempos de César, las cuenta inclusiva de los días tan extraña para nosotros, así como la práctica no menos desconcertante de numerar los días contando hacía atrás desde calendas, nonas y idus.
Extrañeza y desconcierto, a pesar de que ese calendario siga siendo el nuestro con algunos cambios. En especial, porque su trasfondo religioso nos es por entero ajeno, tras dos milenios de cristianismo. No hay que olvidar que la religión romana no sólo era un politeísmo, sino, en sus estratos más profundos, un animismo. El mundo estaba repleto de espíritus, los de los objetos, los lugares, el hogar y los antepasados, a los que había que aplacar para evitar ser dañado o de los que se necesitaba obtener una fuerza mágica, un mana, que confiriese suerte y fortuna. Necesidad que se refleja en las festividades del calendario romano, tan repleto de ritos dedicados a un grupo especial de personas y que sólo pueden ser realizados por ellas, siguiendo un ritual muy preciso y elaborado.
En ocasiones secreto y oculto. Tanto, que no nos ha llegado descripción alguna.
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