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miércoles, 16 de mayo de 2018

Bajo la sombra del postmodernismo (XXVII)

Cuando un dictador fallece de muerte natural y longevo demuestra algo tan evidente como que sus enemigos no han contado con la fuerza suficiente para derribarle. Es decir, está en condiciones de instrumentalizar el hecho de que ellos no han conseguido el apoyo necesario, mientras que él asienta sobre una sólida base. Por más que la historia esté llena de pruebas de lo contrario, la persistencia de un dictador en su cargo les sirve para demostrar que el número de sus defensores es arrolladoramente superior al de sus adversarios. Basta que sea una dictadura para que todo fiel súbdito sea por principio, además de un leal servidor, un partidario.
La ancianidad de un dictador parece atenuar el carácter de la propia dictadura. Por un atavismo cultural, un dictador anciano es siempre una figura a la cual debe respeto incluso sus enemigos. Escuchar, por ejemplo, la opinión de hombres que sirvieron a Franco, como el embajador José María de Arielza o el ministro Joaquín Ruíz Jiménez, es sintomático. Cuando estos políticos, antes y ahora, han tenido que exponer sus consideraciones en público sobre el Generalísmo, no han evitado ejercicios de ponderación y grandes muestras de respeto. Cuando lo hacen en privado no se privan de acusarle con una severidad rayana en la caricatura.

Gregorio Morán, El precio de la Transición.

A pesar de los muchos defectos de su obra, tengo gran admiración por la obra de este periodista/cronista/historiador. Tiene, es cierto, una grave tendencia a dispersarse y perder el norte en su narración, analizando de manera demasiado profunda en algunos puntos mientras pasa de puntillas por otros, sin que esto sea provocado por el afán de silenciar u ocultar, sino por ese defecto, tan común a muchos escritores, que es el encontrarse sin espacio cuando apenas se ha comenzado a narrar. Por otra parte, debido a su profesión de periodista, es inevitable cierto gusto por la dramatización, la vehemencia y la polémica, que colocan sus escritos en una clara actitud combativa y confrontacional, muy propia de la lucha política izquierdista del tardofranquismo y la transición. 

Dadas estas inclinaciones sería muy fácil apartar y desdeñar sus escritos como literatura panfletaria, cuya importancia se limitaría al momento y a la llamada a la acción requerida en ese instante. Sin embargo, al menos para mí, estas carencias se ven equilibradas por una virtud esencial, necesaria en estos tiempos. Frente a los habituales coros aúlicos, los no menos corrientes cortejos de aduladores, Morán fue el primer escritor que se atrevió a poner en tela de juicio nuestra historia reciente, o al menos su interpretación común aceptada, esa versión de unos pocos hombres buenos, desinteresados y altruistas, que desde dentro y fuera del franquismo colaboraron por traernos esta democracia de la que disfrutamos. Historia que, como ya les he comentado en otras ocasiones, tiene mucho de propaganda, incluso cierto tufo a hagiografía.

Así, en El maestro en el erial, señalaba las muchas sombras de un Ortega y Gasset vuelto a la España Franquista en 1945, sin darse cuenta - o querer darse cuenta - de que ese sistema representaba todo lo contrario a las ideas que él sostenía. De forma similar, en Adolfo Suárez, Ambición y Destino, presentaba a un presidente del gobierno que no pasó de ser un mero intrigante, capaz de navegar con soltura entre los escollos del régimen franquista, incluso hasta propiciar su desmontaje, pero nulo a la hora de hacer política y poner en práctica el sistema nuevo establecido con la constitución del 78. En El cura y los mandarines, por último, sacaba a la luz el pasado obscuro e incómodo de grandes figuras e instituciones de la cultura española de la segunda mitad del siglo XX, además de poner de manifiesto los muchos olvidos injustos que se habían consentido, por una razón u otra, en ese mismo ámbito.

Pueden imaginarse entonces la ilusión y anticipación con que abordé un libro que tenía como título El precio de la transición, tan prometedor y tan relevante hoy en día, más incluso que cuando se escribió a principios de los 90. Por desgracia, ha sido una gran decepción. Lo peor que he leído de Morán, 


¿La razón? Como debía haber imaginado de su corta extensión - apenas 250 páginas de letra mediana - la obra no llega a elevarse del nivel de panfleto. Tenemos el habitual pim-pam-pum contra el rey Juan Carlos, Suarez, Franco, Felipe González y los reconvertidos del franquismo, trufado con revelaciones de datos poco conocidos o directamente silenciados, pero todo este material no llega articularse en una tesis coherente y consolidada. El libro no concluye, no nos dice qué perdimos en la transición y por obra de quién, qué nos falta aún en esta democracia nuestra, que no por sólida y única en nuestra historia reciente, no deja de ser menos imperfecta. Como demuestran las muchas grietas, institucionales y territoriales, que han surgido en la segunda década del siglo XXI.

No es que esas tesis y conclusiones no estén ahí. Lo están, pero de forma implícita. Tanto, que sólo son descifrables a la luz de la actualidad reciente, de todas las deficiencias reveladas en nuestro sistema político a causa de la Gran Recesión de 2008. Sabemos, era un secreto a voces, que si la democracia llegó fue porque amplios sectores del franquismo tuvieron que decidir entre su supervivencia como poder político y las ideas del sistema católico-falangista del general que ganó la guerra civil. Sabemos que optaron por la democracia, más o menos controlada y protegida contra evoluciones extremistas de izquierda y derecha, pero también que la educación adquirida por esos sectores en sus años formativos sigue pesando de manera abrumadora sobre ellos. Hasta el extremo que siguen sin repudiar el régimen dictatorial del fundador y tienen nostalgia de sus tics autoritarios, sea en forma de eliminación del régimen autonómico, defensa a ultranza del catolicismo como parte integrante de la cultura española o constricciones a la libertad de expresión para evitar la ofensa a las buenas constumbres.

Reproches que no se extienden a ese franquismo sociológico que no perdió el poder, más bien aceptó compartirlo para luego recuperarlo, sino que se extienden a la izquierda antifranquista. Unas fuerzas reformistas, incluso revolucionarias, que en los años de agonía del general y los primeros de transición sólo constataron la debilidad de su posturas. La imposibilidad de forzar un cambio, sin que esto produjese un represión salvaje, y que por eso mismo tuvieron que moderarse, renunciar a sus ideales más queridos, como la república, si con ello conseguían una opción al futuro gobierno del país, como acabó ocurriendo en 1982. Y gracias que no fue en forma de un turnismo canovista renovado, como pretendía ese gran "demócrata" que fue Fraga, sino con una constitución moderna y funcional, realmente representativa.

Renuncias que, en 1973-78, y ante el espectro de una involución, la represión subsiguiente o incluso una nueva guerra civil, eran comprensibles, juiciosas e incluso loables, pero que no justifican que se siga manteniendo la ficción de ignorancia, cuarenta años más tarde. Que no nos atrevamos a mirar al franquismo a la cara, reconocerlo como lo que fue, una dictadura opresiva y sanguinaria, y repudiarlo. Que no seamos capaces de restañar las últimas heridas de la guerra civil, en forma de fosas comunes, monumentos y callejero. Que no seamos, en fin, capaces de construir una historia de la transición que vaya más allá del relato heroico y la vida de santos. Único modo de cobrar consciencia de sus errores y proceder a corregirlos, fuera de las declaraciones altisonantes y las palabras vacías, tan propias de los nuevos partidos surgidos está década, pero ya tan apolillados y apoltronados como los tradicionales.

Necesidades urgentes que no Morán no nombra, demasiado preocupado por su habitual denuncia de los sospechosos habituales. Preso quizás de su nostalgia por una república y un PCE que nunca llegaron a ser lo que pretendían y que desaparecieron casi por completo de la memoria, como recuerdos incómodos que se quiere pretender nunca existieron.

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