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lunes, 30 de abril de 2018

Cine Polaco (XL): Bleu (Azul 1993) Krzysztof Kieślowski



















Resulta difícil de imaginar, mucho menos de explicar a quien no lo vivió, el prestigio y predicamento del que gozó Kieslowski a principios de la década de los 90 del siglo XX. Entre otras cosas, por que su ascenso al parnaso cinematográfico fue repentino, a finales de los ochenta, comenzando con el chispazo que supuso su Dekalog y el redescubrimiento en occidente de su obra temprana, represaliada y archivada durante los últimos coletazos del régimen comunista. Triunfo que fue fugaz, quebrado por la muerte justo en el instante de mayor fama, cuando nos había dejado cuatro obras de primera categoría, la estremecedora La double vie de Véronique (La doble vida de Verónica, 1991) y la trilogía de los tres colores, que le iré comentando en las semanas siguientes. Un punto y final que ha servido para mantener su fama casi incólume, sin que a esas alturas inalcanzables sucederían páramos y pantanos. Paisajes estériles que nos llevasen a olvidar y menospreciar las glorias pasadas.

Sin embargo, les estoy mintiendo. Yo no llegué a vivir esa época de gloria de Kieslovski, aunque por edad y afinidad debería haber formado parte de mi biografía. Cuando lo descubrí fue tras su muerte, casi de manera casual, limitado y restringido por los azares de la programación televisiva, puesto que en aquel entonces apenas iba al cine. De hecho, la primera película suya que vi fue la última, ese Rouge (Rojo, 1994) que cerraba la trilogía citada y que para muchos no estaba a la altura de los anteriores. En mi caso, me enamoró al instante, elevando a este director y a esa obra a la categoría de mis favoritos irrenunciables. Lo mismo me habría de ocurrir con Bleu, obra que me golpeó y sacudió, conmoviéndome hasta las lágrimas. Por coincidencia de ideales, aspiraciones, intereses y convencimientos. 

O por decírselo de otra manera, por pillarme en el momento, vital y personal, sentimental e intelectual, en que esa película no podía ser otra cosa que reflejo de mi mismo. Distorsionado y lejano, borroso y deformado, pero en el que no podía ver otra cosa que no fuera mi propio rostro. Acierto y encuentro que al mismo tiempo constituye un obstáculo y un inconveniente fundamental para su disfrute. Porque me ha ocurrido también que, al encontrarme con esta obra en ocasiones más recientes, no he entrado en ella, me ha resultado fría y ajena, incomprensible y superficial. Sí, así como les digo, aunque no me crean, aunque les parezca extremado. Indiferencia mía que, por fortuna, no se ha reproducido esta última vez, en que el impacto ha sido comparable, si no mayor, al de ese primer visionado. 

Quizás porque el recuerdo de la película se me había despintado, hasta el extremo de que sólo recordaba los sentimientos que me produjera, y no las imágenes, las peripecias, que las habían incitado. Ha sido, les confieso, como volver a verla de nuevo, como si se reprodujese esa experiencia única, irrepetible de ver por primera vez una película sin saber apenas nada de ella. Pero tampoco ha sido así, porque a pesar de verme arrastrado, arrebatado, de nuevo hasta las lágrimas, mi experiencia esta vez ha sido casi esquizofrénica. Como si una parte de mi mente llevase la cuenta de qué elementos eran de los que dependía decantarse por una de las dos corrientes sentimentales: la de la pasión o la de la indiferencia.

Porque si hay algo que anotar en el haber de Kieslovski y de Bleu es el riesgo que se atrevieron a tomar. La historia de la película es la de una persona que decide aislarse del mundo tras una tragedia personal, argumento que el director traslada al plano estético adoptando ese punto de vista de forma rigurosa y estricta. Negándose a narrar, negándose a mostrar, de manera que nosotros, como espectadores, apenas casi veamos otra cosa que el modo en que la mentes y los sentidos del protagonista se desconectan del mundo. Se parapetan en su interior, tanto física como espiritualmente, resistiendo todos los embates exteriores e interiores, todas las debilidades y necesidades que obligarían a retornar. 

De esa manera -  esto fue lo que me alejó de esta obra -, la narración se restringe a un breve momento, ése del trauma y del encierro autoimpuesto, deteniéndose justo cuando la curación - ¿o debería decir salvación? - se obra. Tras ese instante mágico, nada. Ni una alusión a qué ocurrió después  - mucho menos referencias a lo que aconteciera antes  -,  ni un indicio de como se resolvieron las historias de los personajes, cuya existencia queda en suspenso, prisionera de ese tiempo en que la protagonista decidió librarse del pasado y del futuro, enclaustrarse en un presente sin cambios y sin relaciones. Objetivo imposible, puesto que cualquier acción que tomemos, aunque sea la de enterrarnos en vida, acabará por ponernos en contacto con otros. Personas, encuentros pasajeros, que, por su misma rareza y escasez, cobrarán una importancia desorbitada. Para observadores externos, como nosotros, pero no para los que viven en esa situación y de esa manera.

Hilo argumental al que no se reduce la película, que no se limita a ser crónica de una depresión o de un suicidio aplazado. Es sabido que Kieslovski evolucionó de un cine social, comprometido al modo que era común en los cineastas polacos del tiempo final del comunismo, a una mod existencial y filosófico, cercano al que se puede hallar en la gran novela rusa del XIX. Muy querido, por tanto, para todos los de mi generación, que crecimos leyendo esas obras magnas, que pensábamos definitivas. Así, ocurre que la película se plantea dos preguntas adicionales, tan importantes como el camino hacia la resurrección de la protagonista.

El primero, si aquellos a los que domina la pulsión por crear, pueden renunciar realmente a ella, sin cometer suicidio. Más aún, si esa mutilación, ese sepelio, es realmente una posibilidad, o si el demonio incontenible de la inspiración les obligará a renacer, quieran o no. Pregunta que obtiene una respuesta clara, y que en la plasmación de Kieslovski se convierte en una de las pocas ocasiones en que en la pantalla - y en cualquier otro medio - se ha podido representar el proceso creativo con auténtica veracidad. En imágenes y en música, porque, al igual que en La double vie de Véronique, debemos hablar  de autoría compartida. La de Kieslovski , por un lado, en lo que concierne a las imágenes; la de su colaborador habitual, Zbigniew Preisner, en lo musical. Música e imágenes que no tienen, ni pueden tener, ni aspiran a tenerla, una existencia en separado, sino que forman una unidad inseparable, inquebrantable.

Música, en fin, donde se halla la respuesta a la pregunta final, la segunda y más importante, que se plantea Kieslovski. Respuesta que para ser comprendida, sentida, hace esencial que se traduzca el coro final. El que acompaña nuestra despedida final a los protagonistas de la película. 

Porque sin esas palabras, nada de lo visto tendrá sentido, mucho menos relevancia.

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