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sábado, 31 de marzo de 2018

Ambos lados

Adolf Loos, Edificio en la Michaelerplatz
En el Caixaforum madrileño, se acaba de abrir una interesante retrospectiva dedicada al arquitecto austriaco Adolf Loos, con el subtítulo Espacios privados. Loos, no les descubro nada, es uno de los padres de la modernidad arquitectónica, de ese complejo de estilos que tanto puede llamarse funcionalismo como estilo internacional, esto último en tiempos de su triunfo y mayor difusión. Sin embargo, en la memoria Loos es básicamente el autor de una frase y el constructor de un edificio, que todos han visto pero pocos han mirado.

La frase es, obviamente, el ornamento es un crimen, que con el tiempo se elevo al rango de santo y seña de la modernidad. Para entender su impacto y su influencia - su necesidad ineludible, si me lo permiten - hay que recordar que a finales del siglo XIX, los edificios estaban recargados de adornos. El eclecticismo reinante y los muchos revival llevaban a los arquitectos a ser más puros y estrictos que los propios constructores de los estilos pasados que copiaban. Cada edificio tenía que ser modélico e incluir todos y cada uno de los elementos definitorios de esa manera, fuera gótico, barroco, renacimiento o, en nuestros lares, mudejar y mozárabe. Esa sobrecarga decorativa fue heredada por otros estilos que rayan ya en la modernidad, como el Art Nouveau, cuya exuberancia vegetal y mineral puede llegar a ser cargante en los productos más rutinarios, menos inspirados.

No es de extrañar que una nueva generación, educada y formada con esas soluciones estilísticas, terminase por rechazarlas. En ese contexto, el edificio de Loos con que he abierto esta entrada, adquirió el carácter de manifiesto para un tiempo nuevo. Construido en la Michaelerplatz, frente al palacio Imperial, se proponía como respuesta y repulsa a éste. Su belleza, y con él la de la arquitectura futura, no consistía a partir de ahora en esculturas, adornos y ornamentos, sino en la valentía de mostrar los materiales con los que estaba construido. Sinceridad y honestidad consigo mismo, en vez de pretender ser aquello que no era, uno de tantos estilos pasados y olvidados con los que ya no se conectaba. Muertos y enterrados desde hacía siglos.

Acto de rebeldía, afrenta a toda una sociedad y un tiempo, que ahora, pasado más de un siglo, cuando es realmente la arquitectura funcional la que nos astraga, resulta casi imposible de comprender, mucho menos de  sentir. De ahí que este edificio, por su situación es de los más vistos de Viena, pero que apenas hay turista que le dedique una mirada.

Excepto los pocos que estamos en el secreto.


Habitación diseñada por Loos para su esposa
Esto que les he contado, aunque importante, no es el objeto de la exposición, ya que se puede encuentra en todos los libros de texto y obras de divulgación. Lo que se subraya en ella es algo muy distinto, que yo desconocía por completo. Al igual que muchos otros arquitectos - me vienen a la memoria Wright o Aalto - la intervención de Loos en sus edificios no se limitaba a la estructura, la cubierta y el cerramiento. Él diseñaba además todos los interiores, mobiliario y decoración incluidas. Es aquí donde se produce la primera divergencia con respecto a la idea que tenemos de él como arquitécto austero y ascético. De alguien frío y distante, matemático y lógico, impresión ajustada al milimetro con su consideración como padre de la modernidad.

Sus muebles no son modernos, sino que miran al pasado. No comparten la pureza y sencillez de líneas de sus edificios, sino que gustan de la línea curva y del arabesco, como si Loos fuera incapaz de desprenderse de los resabios del Art Nouvau y la Sezession en los que se había formado. La explicación se halla, para mi sorpresa, en los fundamentos estéticos promovidos por este arquitecto. Loos concebía cada parte del edifición como dotada de carácter masculino o femenino. Los exteriores eran masculinos, mientras que los exteriores eran femeninos. De ahí la dureza, casi hosquedad, que sus casas muestran al exterior, como si no quisieran mostrar al mundo lo que piensan y se encerrasen en un hieratismo protector. 

Los interiores, por el contrario, eran femeninos, lo que llevaba acarreado dulzura acogedora, junto con el permiso implícito para tolerar los excesos de sentimiento que no eran propios en sociedad, ante desconocidos. Pero incluso ahí, no todas las habitaciones. Dentro de la propia  casa existía también una clara división entre los espacios dedicados al trabajo, como despachos y biblioteca, que eran de por sí masculinos, enfrentados a aquéllos destinados al placer, al ocio y al descanso, femeninos por naturaleza. No obstante, más allá de estas divisones de género, que podrán parecernos más o menos acertadas, estos fundamentos estéticos explican un misterio que siempre me había preocupado.

Casa Müller, Praga
 A pesar de la mucha fama de este arquitecto y de su importancia, su obra nunca me había llegado. En sus casas veía algo de inaccesible y arisco, que me impedía conectar con él. Ahora sé que era algo intencionado, que para Loos, la casa debía cerrarse al exterior y sólo hacerse comprensible cuando se entraba en ella. Sólo entonces se mostraba como lo que debía ser, un lugar construido para vivir, pensado para sus habitantes y las tareas que en ellos debían desempañar. Idea central que sólo he podido comprender al examinar las maquetas expuestas, donde se demuestra una y otra vez la gracia y elegancia con los que los espacios interiores se organizaban en sus casas.

Alrededor, incluso en ocasiones, de la misma luz.

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