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miércoles, 28 de febrero de 2018

Otras artes

Henri Meunier
Iba con cierta prevención a la muestra Toulouse-Lautrec y los placeres de la Belle époque, recién abierta en la Fundación Canal. Me daba la impresión que quería aprovecharse del éxito, en términos de afluencia de visitantes, de la exposición Lautrec/Picasso que estuvo abierta hasta hace muy poco en la Thyssen. Sin embargo, aunque algo hay de eso, me he llevado una agradable sorpresa. No es la primera vez que bajo un nombre resultón, que busca ser cebo para el gran público, se oculta una muestra muy distinta, mucho más interesante de lo que haría prever la consabida revisión de un gran maestro. 

En este caso, la exploración de un fenómeno artístico del que Lautrec es el ejemplo más conocido: la irrupción del cartel publicitario, a finales del siglo XIX, como forma artística válida y completa. Con el aliciente, además, de servir de medio de popularización de las vanguardias.

Pero vayamos por partes.


Igual de importante que título de la exposición es su subtítulo de la exposición, ese "... y los placeres de la Belle Époque". En la imaginación popular, al menos la de gran parte del siglo XX, las dos décadas a caballo del cambio de siglo entre el XIX y el XX han terminado por conformar una especie de paraíso terrenal, en el que confluyen la idea de una joie de vivre al estilo francés y la de un París ville-lumière como su escenario. Dos mitos conjuntos que no surgieron de la noche a la mañana, como sabrá cualquier lector de literatura decimonónica, donde era tema común mostrar la estancia de un joven europeo con posibles en un París convertido en parada esencial en su educación. Allí, entre reservados y cocottes, el joven adinerado podía conocer los placeres mundanos, especialmente los sexuales, sin verse luego obligado a rendir cuentas a su regreso, ni perder respeto o dignidad. Lo que había ocurrido en la Babel Francesa, allí quedaba.

No obstante, el mito se vio potenciado y popularizado por dos razones principales. Potenciado, en primer lugar, por el giro catástrofico de la historia europea en la primera mitad del siglo XX, plagado de guerras, dictaduras y matanzas. El periodo de paz previo, en comparación, se tornó así en un auténtico paraíso perdido, aunque esos placeres mundanos estuvieran reservados a una exigua élite, los poco que podía permitírselos, a los que podía añadirse una bohemia tan desconectada del resto de la población como esos privilegiados. Sin olvidar, por otra parte, que ese ansia por la revolución y la destrucción que caracteriza al siglo XX no surge de la nada, como por ensalmo, sino de un estado de discriminación y explotación previo. Tan característico de la Belle Époque como su búsqueda del placer.

Jules Cheret
La popularización se debe, como no podía ser de otra manera, a Hollywood. Durante la década de los cincuenta y sesenta son incontables las películas que realizan la construcción del mito de un París segundo Edén, en tiempos de la Belle Époque. Tal es el caso de Gigi (1958) de Vincente Minnelli o de un biopic como Moulin Rouge (1952) de John Huston, dedicado precisamente a Lautrec. No es un fenómeno exclusivo de los EEUU. Un Jan Renoir tardío como French Cancan (1954) transcurre precisamente en este periodo, mientras que la obra casi entera de Max Ophuls está ambientada en este periodo. Con la diferencia, en su descargo, que la visión que este director tiene de la Belle Epoque es más cercana a la de los escritores naturalistas del XIX, como Zola o Maupassant, que a la romantización Hollywoodiana.

Esta mitificación cinematográfica se contagia, como era de esperar, a la muestra del Canal. Los documentos fílmicos que se utilizan para contextualizar los carteles expuestos son, precisamente, escenas del citado film de Huston. Licencia que sería disculpable, sino fuera porque el tramo final de la Belle Epoque coincide con el nacimiento del cine, que en sus orígenes fue, de manera literal, teatro filmado. Lo que se ha conservado de las dos primeras décadas de su historia es, en gran medida, filmaciones de los espectáculos teatrales que apasionaban al público de aquella época, los mismos cuyo recuerdo nos ha llegado vía testimonios escritos contemporáneos o mediante la recreación pictórica de los impresionistas y postimpresionistas.

Registro fílmico que no es extraño haya quedado excluido de la exposición. Porque al contrario de las muestras literarias y pictóricas, que nos aproximan a esos locales de diversiñon y nos hacen fabular con poder ser partícipes, las fílmicas nos alejan. El modo de actuar de aquel tiempo, exagerado y proclive a los aspavientos, el carácter de cartón piedra de los decorados, junto las muchas inverosimilitudes que los públicos coetáneos estaban dispuestas a aceptar, chocan de modo irremediable con un sentir actual, enamorado del hiperrealismo. Aunque luego se deje seducir por los mismos trucos de prestidigitación barata que antaño.

Eugène Grasset

Queda un último punto, tan importante o más que el anterior. Se trata de la divisioria entre lo que es y lo que no es arte. En nuestros tiempos postmodernos, o post-postmodernos, esa distinción se ha extinguido, de forma que todo vale, en tanto tenga seguidores. Cuántos más, mejor. Sin embargo, esta deriva hacia las formas populares no nació con el postmodernismo, sino que es propia de la modernidad, pudiéndose rastrear hasta el siglo XIX. Porque sus orígenes no están en el Pop de los 60, ni en la pasión por la novela barata y el serial cinematográfico de los surrealistas. Ni siquiera en el uso del collage cubista y su incorporación de objetos banales al lienzo. Se halla mucho más atrás, en un complejo entramado de sucesos que llevarían al nacimiento del cómic en la década de 1890 en los EEUU.

Fecha convencional donde las haya, como la del nacimiento del cine en 1895. Si en el caso del cine, hubo múltiples intentos que no cristalizaron, así como una larga secuencia de artilugios que aconstumbraron a nuestros antepasados a la imagen en movimiento, el siglo XIX es también el gran siglo de la caricatura en los periódicos, padre y antecesor del cómic como tal. La invención de técnica, como la litografía, que permitían calcar diseños y reproducirlos en color, además de la explosión de todo tipo de diarios, semanarios y hojas volantes, indujeron una necesidad de ilustradores y caricaturistas. Aquéllos que, sin llegar a ser pintores reconocidos, tuviesen el suficiente talento para distinguir la publicación en la que participaban de las otras muchas competidoras.

Es en ese caldo de cultivo donde se explica una personalidad proteica como la de Émile Cohl, caricturista de genio en la Belle Époque, impulsor de un movimiento precursor del Dadá y fundador, ya casi anciano, de la animación mundial. O la figura de un Honoré Daumier, caricaturista por excelencia de tiempos de Luis Felipe y Napoleón III, pero además pintor esencial dentro del realismo y como otra de las muchas influencias que, acumuladas, dispararon el impresionismo de los setenta. 

Medios que por su propia capacidad de periféricos, de irrelevantes con respecto a la pintura oficial y académica, permitían a sus cultivadores una libertad estilística que tardaría muchos decenios en llegar al gran arte, hasta las décadas posteriores a la explosión impresionista. Y aún entonces, sólo al coste de muchos combates, derrotas y menosprecios.

El tiempo, no obstante, se ha cobrado una tardía venganza. Porque a nosotros, tras largos años de vanguardias y cómics, esas caricaturas baratas, esos carteles de espectáculos comerciales, nos parecen más cercanos, más vivos y satisfactorios, que todo ese gran arte tan famoso y tan olvidado, tan falso en su impostación

Alexandre Steinlein

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