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jueves, 18 de enero de 2018

Cuando se deja de pertenecer... (y IV)

A medida que pasa el tiempo, más inútil me parece esta serie de entradas.

Recordarán que la comencé a modo de reflexión sobre mi vida, tras casi perderla hace un año. Era un intento de reconciliar lo que soy con lo que quise ser y hacer, de anotar mi decadencia y mi extravío, la manera en que iba perdiendo sentido incluso lo que más amo y estimo. Mi esperanza era encontrar luz, un camino, un medio que me permitiese salir del callejón sin salida en el que yo mismo me he introducido, pero ese afán era claramente vano, incluso presuntuoso. Se necesitaba algo más, un cambio profundo y definitivo, junto con las fuerzas para perseguirlo y perseverar. Algo que no me iba a ser conferido por un casual y pasajero roce con la muerte.

Así que esta será la última meditación en esa línea y volveremos a lo que es habitual en este blog, las divagaciones superficiales con poco fundamento sobre temas artísticos, cinematográficos, literarios e históricos. Una inclinación que, no se lo oculto, aparte del mero hecho de llevar un diario público de impresiones y encuentros,  tenía un punto de soberbia: la de convertirse en un blog de referencia o al menos un lugar admirado y frecuentado. No ha sido así por razones obvias, la más importante la falta de substancia. Mejor dicho de datos que realmente amplíen lo ya archisabido, carencia que no se puede suplir con entusiasmo ni una expresión retorcida y alambicada. 

Sin embargo, antes de cerrar esta serie, sí quería acercarme a un punto que tiene particular importancia en la historia de este blog y la de mis gustos personales: la desaparición casi completa de las entradas dedicadas al anime, antaño casi semanales, siempre colmadas de elogios y admiración.

La cuestión es que el anime ha sido un gusto que he adquirido recientemente, aunque algo en lo que llevó involucrado 18 años ya empieza a ser "de toda la vida". Mi afición tiene una fecha de inicio clara y definida, el verano del año 2000, cuando en un canal de TV de pago ya extinto, Locomotion, echaban en bucle la serie Evangelion, a lo que se unió mi compra, en septiembre, de los VHS de otra serie mítica, Lain. No es que no hubiera tenido roces con el anime en otros puntos vitales. El final de los años setenta, en España, fue el tiempo en que se programaba Heidi, Marco y Mazinger Z, recuerdos, para bien o para mal, comunes a toda una generación. Asímismo, a principios de los 90. Luego, con la llegada de la privadas, se pudo disfrutar de Bola de Dragon, Lupin III, Chicho Terremóto, el megamix que fue Robotech, Sailor Moon, Ranma 1/2... series y series que uno veía cuando no había nada más que ver y que olvidaba al instante. 

Nada, por tanto, que fuera a germinar y arraigar en una personalidad que, por aquel entonces, se definía en función del "gran" arte, del importante y necesario, en clara anacronismo con un mundo donde la modernidad se hallaba en retroceso y el complejo posmoderno comenzaba a borrar las fronteras entre las diferentes manifestaciones culturales. A tornar anticuado, innecesario y vergonzoso cualquier intento de clasificación y gradación objetivo, fuera del basado en los propios gustos subjetivos y la construcción de un grupo, de una identidad, dentro de la cual uno se sintiera abrigado y protegido, reafirmado y confirmado. Y sin embargo, se produjo, con caracteres de auténtico enamoramiento, con pasión y con ceguera, con determinación e intransigencia. También a mi manera, porque como todas mis aficiones, fue solitaria, aparte de todos. Algo que durante mucho tiempo llevé en secreto, seguro del rechazo que habría de acarrearme, especialmente en alguien que siempre había sido raro e incompresible. Inclasificable e indefinible.

¿Y por qué? ¿por qué me dejé llevar? Me gustaría pensar que mi locura se debió a que la series que vi en ese tiempo, las de la última mitad de la década de los 90 y los primeros años de este siglo eran excepcionales. Que Evangelio, Lain, Utena, Cowboy Bebop, RahXephon eran ejemplo de un ímpetu estético, renovador, experimental y vanguardias, que pretendía hacer de esa forma de animación popular un arte en toda la regla. Un afán que lo ennoblecía, por tanto, y que mi educación en lo que suponía "gran" arte me había permitido identificar, llevándome a apreciarlo. De nuevo esa presunción y esa soberbía, que me hacen creer ser especial, cuando en realidad en poco me diferencio de los demás. Porque cuando vuelvo a ver esas obras maestras, mucho años después, son sus defectos los que destacan. Su falta de presupuesto que torna su animación pobre y repetitiva, su recurso a un puñado de recursos manidos, tan usados que incluso en sus encarnaciones originales resultan viejos y polvorientos. O los muchos agujeros de sus historias o el recurrente infantilismo que se oculta tras su capa de madurez y osadía. 

Series que, sin embargo sigo amando, a pesar de su defectos, quizás porque reconozco en ellas quien fue, o al menos una ilusión y entrega que ya no me es posible experimentar, ni siquiera remedar. Así, las series nuevas, salvo muy, muy contadas excepciones, me dejan indiferente, abandono su visionado a la mitas, incluso me irritan e indignan. Casi desde el principio veo a donde quieren ir, reconozco el entramado antiguo que pretende vestir con ropajes nuevos y relucientes, descubro sus inconsistencias y trampas. Mucho peor, su superficialidad que pretenden cubrir con la brillantez de las nuevas herramientas informáticas, cuando en demasiadas ocasiones sus personajes tienen la profundidad de un charco y sus tramas no son otra cosa que una cadena de golpes de efecto, que ni saben a donde quiere ir, ni siquiera lo pretenden.

Hastío y desengaño que se vuelve incluso doloroso, cuando veo lo insulsas que son las últimas entregas de directores a los que admiré y aún admiro, como Hosoda, Shinkai o el mismo Yuasa. Repulsión que quizás tenga el mismo fundamento que mi admiración de antaño, puesto que ambas pueden ser igual de exageradas. Seguramente lo son.

En conclusión. Que cada vez tengo menos ganas de hablar de anime, forma a la que incluso achaco y acuso de mi fracaso como cinéfilo. Que me gustaría volver a recuperar ese tiempo perdido en ver tantas y tantas series y películas que sólo fueron flor de un día, cambiarlo por las películas que me perdí, la música que he mal escuchado, los libros que aún no he leído. Dar marcha atrás y salir del callejón, aunque bien que sé que no es posible.

Aunque no todo es malo. Al menos mi afición por el anime, me sirvió para explorar la larga y fructifera historia de la animación mundial.

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