William Kentridge, decorado para Il ritorno d'Ulisse in patria de Claudio Monteverdi |
Esperaba con gran ilusión la exposición del artista sudafricano William Kentridge que se acaba de abrir en el MNCARS, con el subtítulo Basta y Sobra. Este artista polifacético no era un desconocido para mí, ya que se cuenta entre los grandes maestros de la animación contemporánea y, de hecho, ya había comentado alguno de sus cortos, en concreto Felix in Exile, de 1994. Desconocía, no obstante, que su actividad se extendía también al ámbito de la pintura y, en especial, al de las artes escénicas, en donde ha brillado como director teatral. Precisamente de ahí venía un cierto temor mío hacia esta exposición, puesto que se anunciaba como centrada en esta actividad en exclusiva. Olvidando, por tanto, lo que a mí me parecía esencia en la obra de Kentridge: la animación.
No tenía motivos para desconfiar. Mejor dicho, no tenía motivos para desconfiar de Kentridge. Su producción, como les indicaba es polifacética, sin atarse a un solo modo o manera, pero no establece fronteras entre las diferentes artes que práctica, sino que busca integrarlas por completo. Se podría decir que al modo de la Gesamtkunstwerk wagneriana, esa obra de arte que busca englobar en sí todas las demás artes, si no fuera por que su en su traducción española, Obra de Arte Total, ha pervertido su significado, al trasladarla al terreno de la obra de arte definitiva e insuperable. Porque en Kentridge no hay esa intención de crear una obra de arte apabullante, que deje epatadas a las audiencias, sino utilizar los diferentes medios de expresión, cine, teatro, pintura, para ofrecer puntos de vista distintos, meditaciones separadas, sobre un mismo tema.
Temas que, en Kentridge, son siempre eminentemente políticos. El totalitarismo, la discriminación, el racismo cualquier forma de opresión, en definitiva. Cuestiones urgentes y exigentes, duras y difíciles, incómodas y punzantes. En las antípodas de la dejadez y la blandura del postomodernismo reinante, al que todo le viene a dar un mucho lo mismo. Adecuados y pertinentes en un mundo que se ve devuelto a la exasperación suicida de los años treinta del siglo XX.
No es de extrañar esta deriva política en un artista procedente de Sudáfrica. Especialmente si se tiene en cuenta que su andadura estética se inicia durante el Apartheid y que su madurez se alcanza justo cuando éste sistema se derrumba. Justo cuando la necesidad de reconciliación entre oprimidos y opresores, de construcción de un país que sea realmente patria común para todos sus habitantes, obligue a decir toda la verdad y nada más que la verdad. Por mucho que duela y repugne conocer la maquinaria, la trastienda y las alcantarillas de un sistema racista y excluyente, en el que la mayoría de la población, la negra originaria, era considerada como ciudadanos de segunda,cuando no de tercera, en su propia tierra.
Felix in Exile, por ejemplo, es la constatación, realizada en la memoria, de un secreto a voces: la ignominia que supone vivir en un país cuyo fundamento legal es la injusticia. Sociedades que fuerzan a cada uno de sus habitantes a elegir un bando, el de los opresores o el de los oprimidos. Mejor dicho, que les encasillan desde su nacimiento en uno de ellos, puesto que no existe ni se permite la posibilidad de elección. Sistema en el que el silencio, el anonimato, la aspiración a vivir una vida tranquila, la abstención de las luchas políticas, se convierten en aprobación tácita y pública de la discriminación legalizada. La neutralidad y la ecuanimidad, la mediación entre bandos se tornan así opciones mentirosas y falsas, puesto que son utilizadas, a su favor, por los poderosos, por los que gozan de los beneficios de la opresión
La integridad, la justicia, la honradez, el conservarlas y mantenerlas puras, exigen por tanto la acción, la intervención directa. Escoger el camino de espinas, de las dificultades, las penurias y las penalidades. Tener el coraje de mirar y levantar la voz, aunque uno nos repugne, aunque el otro nos distinga y marque. Aunque al final, incluso cuando se alcance el triunfo y se produzca el imposible, como ocurrió con la abolición del Apartheid, esos sistemas injustos y discriminatorios dejen, en las personas que los sufrieron, cicatrices y heridas. Simbolizados en aquellos que murieron, en los que vieron rotas sus vidas, en los muchos que presenciaron estas pérdidas y desgracias sin poder evitarlas.
Es llegado entonces el momento de otro tipo de compromiso. El del recuerdo dolorido, incluso desgarrador. Tal y como hace Kentridge en cada una de sus obras. Para que no se olvide ese sufrimiento pasado, para que no nos engañen ahora, los muchos interesados, y vuelva a repetirse.
Y para cerrar, un tirón de orejas al MNCARS. Llevamos ya dos exposiciones de artistas, Conner y Kentridge, cuya obra queda mutilada si no se incluye su vertiente cinematográfica. ¿Por qué no incluir en los catálogos un DVD con sus cortos más selectos?
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