Tras mi revisión, a primeros de año, de la colección de cine polaco compilada por Martin Scorcese, les había prometido volver a esa escuela cinematográfica una vez tomado un pequeño descanso. En el intervalo, se añadido varios títulos más a mi videoteca, entre ellos, la película con la que voy a dar comienzo a esta segunda etapa: Powidoki (Afterimage) de Andrzej Wajda. Una película que ya de por sí es interesante, al tratarse de la última obra, justo antes de su fallecimiento en 2016, del director polaco más famoso en occidente, con permiso de Kieslowski.
Les adelanto que la película es una excepción en el panorama cinematográfico actual, ya que podría fácilmente confundirse con una obra rodada décadas atrás, tanto desde el punto de vista estilístico como temático. Wajda narra su historia de una manera firmemente clásica, sin permitirse arrebato alguno, manteniendo en todo momento una contención de hierro, además de una sobriedad espartana en la puesta en escena. Por otra parte, el tema elegido, la pasión y muerte del pintor polaco Władysław Strzemiński, durante los tiempos más duros del Estalinismo en Polonia, recuerda la crítica del totalitarismo que se realizaba en Człowiek z marmuru (El hombre de mármol, 1977) y Człowiek z żelaza (El hombre de hierro 1981), tema que recorre de forma subterránea toda su obra.
Pueden suponerse que ambas características, sencillez clásica más crítica del totalitarismo, deben tomarse como elogios, dada la tendencia a la grandilocuencia huera del cine actual, su repugnancia a tratar temas profundos y posicionarse con valentía ante ellos; sin contar con que vivimos tiempos en los que el totalitarismo de derechas, ese fascismo que creíamos muerto y enterrado, ha vuelto a cobrar vida, para ocupar, completamente rehabilitado, el centro de la escena política. Sin embargo, dejando aparte estas virtudes, mi fascinación por esta película se debe a una casualidad temporal. Hace apenas unos meses, visité en el MNCARS una exposición dedicada precisamente a la obra pictórica del protagonista de esta película, complementada con la producción escultórica de su esposa, Katarzyna Kobro.
De esa muestra, lo que más me sorprendió no fueron las obras expuestas, sino los silencios estentóreos que las rodeaban. La obra de Kobro y Strzeminski se interrumpía de repente hacia 1950, tras un breve resurgimiento estético finalizada la Segunda Guerra Mundial, sin que la exposición o su programa de mano ofreciesen explicación alguna. Este falta de noticias me preocupaba, ya que, dada mi pasión por la historia, sabía que la década de los cuarenta había sido un periodo trágico para Polonia y su vida cultural. Tanto por el ánimo asesino de los invasores nazis, decididos a exterminar la intelectualidad polaca, como por el afán represivo del estalinismo que le sucedió, dispuesto a represaliar y encarcelar a cualquiera que no comulgase con sus ideas.
El enigma se tornaba aún más inextricable cuando se consideraba que Streminski y Kobro habían formado parte de la vanguardia artística más avanzada, incluso despuntando como teóricos estéticos, ademas impulsores de un grupo de artistas abstractos polacos, el a.r., en la década de los veinte. Llegaron incluso a fundar un museo de arte moderno en la ciudad de Lodz, el segundo creado en Europa, con una sala, la neoplasticista, específicamente dedicada a la abstracción, diseñada como una escultura/pintura abstracta y conteniendo obras no sólo de ellos dos, sino de artistas abstractos europeos de primera categoría. Streminski y Kobro tenían que haber sido, por tanto, objetivos de primera categoría para los sistemas represivos nazi y estalinistas. No debían haber sobrevivido a ninguno de los dos, mientras que su obra debería haber sido prohibida, retirada y destruida.
El film de Wajda no aclaraba la supervivencia de Streminski y Kobro bajo el régimen nazi, pero sí explicaba su eclipse a finales de los cuarenta. Kobro, por su muerte temprana tras larga enfermedad, Streminski, como perseguido por el régimen estalinista. La película narra, por tanto, el largo proceso de marginación social que sufrió el pintor, pasando de ser una gloria nacional a un paria sin trabajo, sin dinero y sin comida. Una persona quien no sólo se le impide trabajar en lo que ama, la enseñanza y la práctica de la pintura, sino que ve como se destruye la sala neoplasticista de su museo y a quien incluso se le prohíbe comprar materiales de trabajo. Alguien que sobrevive sólo gracias a la caridad de amigos y estudiantes, tan en peligro de ser castigados como él por el mero hecho mostrarle afecto y procurar ayudarle. Un individuo que muere enfermo y sólo, olvidado y evitado por casi todos.
Ese ensañamiento contra una persona inofensiva, un mutilado de guerra que se dedica a pintar cuadros incomprensibles, tiene razones muy claras, perfectamente racionales, pero no por ello menos miserables y repugnantes. En su afán por controlar a la sociedad entera, el estalinismo convirtió el arte en mero vehículo de propaganda. Para ese sistema, cualquier expresión artística debía estar destinada a propiciar y celebrar la victoria del régimen, el ensalzamiento de su virtudes, reales, fingidas, pretendidas o soñadas. El buen arte, por tanto, debía ser necesariamente realista, comprensible por todos, mientras que sus temas debían proponer ejemplos admirables, ilustrar el futuro radiante que esperaba a los ciudadanos, provocar el entusiasmo unánime por la causa, de manera que se aceptasen las condiciones de miseria presentes, la subordinación e incluso la explotación.
En ese marco político, la abstención era disidencia, la disidencia era traición. El sistema no podía tolerar neutralidades, ni tibiezas. Quién no se adhiriese con entusiasmo desbordante, quien no pugnase por sobresalir en el cumplimiento de las directrices del partido, era una amenaza declarada, un enemigo beligerante. Sólo por demostrar que existían otras posibilidades, tan válidas como otras. De ahí el crimen de Streminski. Su defensa de su personalidad y de su arte, de la razón de su vida y de su independencia estética, de la libertad para practicarlo y para descubrir sus propios caminos, fueran éstos los que fueran, le llevaban a una irremediable trayectoria de colisión con el sistema. El mismo que, una vez que tuviese el valor para levantarse y replicarle, dedicaría todos sus esfuerzos a acabar con él. Bien hasta que se doblegase y transigiese, bien hasta que la muerte se lo llevara.
Pero no piensen que nuestras sociedades son muchos mejores. El tardocapitalismo empresarial, con su énfasis en el optimismo y la voluntad, la adhesión inquebrantable a los ideales comerciales y corporativos, está llegando a tener los mismos efectos deletéreos sobre el arte. Porque el artista, para este neoliberalismo, no es otra cosa que un empleado, un sirviente que debe obedecer órdenes y plegarse a los caprichos de sus clientes. Procurando no soliviantar ni ofender conciencias.
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