La exposición Magnum: Hojas de contacto, reciéntemente abierta en la Fundación Canal es importante por lo que se podría llamar razones metartísticas. O para decirlo de una manera más inteligible, por abordar un tema que poco o raramente se aborda en los libros de arte: el proceso artístico. Como un creador llega a concebir y crear su obra, a lo que, en el caso de los fotógrafos, se une un factor más: como se selecciona lo que es bello y lo que no, lo que es válido de lo que es intranscendente.
Este factor de selección es crucial en ese género de la fotografía que conocemos como fotoperiodismo. Esa rama ha sido tan importante en la historia de ese arte, que los fundamentos estéticos propios de ese estilo han llegado a suplantar los de cualquier otra manera, convirtiéndola en la única por antonomasia. Así, fotografía significa necesariamente inmediatez e instantánea, la toma de la realidad tal y como se presenta ante nuestros ojos, sin adornos, manipulación e intermediarios. Esto en principio, porque como todo estilo artístico, éste también va a acompañado de contradicciones. La primera y más importante, la obsesión con la imagen icónica, aquélla que simbolizará un momento histórico determinado, hasta acabar siendo reproducida en todos los libros de historia.
Como pueden imaginarse, esa imagen símbolo e icono no es producto de la casualidad... o al menos no por entero. Se necesita un ojo atento y perspicaz, lo primero, que sepa predecir lo que va a ocurrir para así presionar el disparador en el momento preciso. Este estar ahí, en medio de los acontecimientos, para dar testimonio, forma parte de la leyenda del fotoperiodista. Ante el gran público parece reducirlo a ser un aventurero de nuevo cuño, a quien no arredran los peligros, sino que los busca, y cuya arma es la cámara, más peligrosa que cualquier fusil. Sin embargo, ocultos tras este aura romántica se esconden dos tareas, dos problemas, tan necesarios como esa audacia en la mirada, pero que se caracterizan por la prudencia y por la rutina, por el tedio y el cálculo.
El primero ha dejado de ser importante con la llegada de la cámara digital a principios de este siglo, especialmente con la posibilidad de capturar cientos, incluso miles de instantáneas. Antaño, por el contrario, el fotógrafo contaba con una capacidad muy limitada, la de unos pocos carretes de 36 fotografías. No se podía, como ocurre ahora, tirar literalmente decenas de clichés del mismo motivo desde cualquier ángulo, sino que había que pensar cada uno con mucho cuidado, tirar apenas unas pocas instantáneas, reservar algunas para más adelante, no fuera que la foto de toda una carrera te fuera a pillar con la cartuchera vacía.
Además, el fotógrafo jamás sabía como había quedado lo que había fotografiado, tenía que esperar a volver a casa, al revelado y positivado, para descubrir qué era lo que realmente había capturada. No era posible corregir, aprender sobre la marcha, repetir la foto imperfectas para mejorarla o completarla. Quizás esa foto que se creyó ideal, única, la que justifica toda una vida de trabajo, había sido arruinada por un encuadre apresurado, salió movida por la prisas, quedo sobreexpuesta o subexpuesta, fue tomada un instante antes o después del gesto, la mirada, el momento único y definitivo.
Esa espera era una auténtica tortura, pero peor era descubrir el resultado y constatar los muchos fracasos. Luego ya más tranquilo, superada la decepción inicial, quedaba tener que decidir que fotos eran las menos malas, cual era aquélla que decía algo distinto, que no era como tantas fotos mediocres e insulsas, propias de aficionados. El resto, a la basura. Sin compasión ni indultos. Porque si se tenía clemencia, si se era magnánimo, si se abría la mano, sólo se conseguía abrir la puerta a la mediocridad. Se perdía, en medio de ese mar de fotos menores, mediocres y fallidas, ese concepto de excepción, de excepcionalidad, que servía de brújula a todo el fotoperiodismo.
Esto es, precisamente, lo que vemos en esta exposición. Las muchas fotos que hubo que tirar a la basura antes de conseguir la única que valía algo. El duro trabajo de selección y los muchos titubeos, las dudas enloquecedoras, la frustración y la amargura.
Pero también la trastienda de lo visto por el fotógrafo. La secuencia entera que llevó a esa foto icónica, sus prolegómenos y sus consecuencias.
La realidad completa de la que creíamos, equivocadamente, que la foto era su holograma.
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