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viernes, 15 de septiembre de 2017

Sin opciones







































Tenia muchas ganas de ver Az ember tragédiája (La tragedia del hombre), película en la que el  húngaro Marcel Jankovics, maestro de animadores, trabajó de 1988 a 2011. Por desgracia, no me ha parecido completamente a la altura de la fama de este autor ni de su obra maestra, Fehérlófia (El hijo de la yegua blanca, 1981). Mejor dicho, si la película se hubiera estrenado cuando estaba pensado inicialmente, en los años 90, habría tenido una repercusión mucho mayor de la que ha obtenido ahora, pero se vio  retrasada por el cataclismo que la caída del comunismo supuso sobre los sistemas de producción cinematográficas en los países del este. Vista a su debido tiempo, sus defectos se habrían visto compensados por su conexión estética con el sentir estético de aquel entonces, complicidad que ahora es imposible de conseguir. Porque ése y no otro, es precisamente el mayor problema de la película: el parecer una película de un tiempo pasado, concebida con técnicas y sensibilidades distintas a las de presente.

El otro es que Az ember tragédiája es una película de inmensa ambición. Jankovics se propone adaptar uno de los hitos de la literatura húngara, el extenso poema dialogado del mismo nombre escrito por Madach Imre en la segunda mitad del siglo XIX. Éste, a su vez, era una obra de no menores pretensiones, que aspiraba a medirse con el Paradise Lost de John Milton, trazando la historia completa de la humanidad en diferentes episodios: el Edén y la expulsión, el Egipto faraónico, Grecia y Roma, la cristiandad medieval, el Renacimiento, la Revolución Francesa, la Revolución Industrial, un futuro distópico y, como culminación, los últimos días de una humanidad decadente en un planeta moribundo. Una evolución hacia la nada, la derrota y la muerte que se expresaba como el combate dialéctico entre un Adán, creyente hasta el final en el genio humano, y un Lucifer que sabe el hombre siempre acabará por traicionarse a sí mismo, normalmente en nombre de los más altos ideales. Todo ello, en un mundo del que Dios ha apartado la mirada y se ha marchado, por capricho y despecho ante el reto y la insolencia de un Satán que se niega a aceptar su supremacía.

Con ese material de partida era previsible que el resultado final se desmoronase, tanto por su naturaleza episódica, como por el largo tiempo - estamos hablando de una película de casi tres horas de duracíon - necesario para adaptar el poema original sin podarlo en demasía, evitando así el problema de desnaturalizarlo o simplificarlo. Es lo que ocurre en la segunda mitad de la cinta, especialmente en la larga secuencia dedicada al siglo XIX y a las guerras y totalitarismos del siglo XX. Dado que Madach no conoció el horror del siglo pasado, Jankovics se ve obligado a embutir imágenes e ideas - la denuncia de los totalitarismos nazi y soviético - que no corresponden con lo que el poeta pretendía - una crítica del capitalismo -. Llegan a parecer incluso fuera de lugar e  interrumpen el flujo natural del poema, hasta entonces perfectamente respetado. Sin embargo, la siguiente sección recobra el nivel, ya que Madach inventa una distopia futurista que no hubiera desentonado en el mundo del cómic de los años 70 y 80. Estilo, precisamente, utilizado por Jankovics para su ilustración.

Éste es precisamente, el mayor acierto de la película, el que salva su primera parte y la coloca a la altura de lo mejor de la animación mundial, además de conseguir que brillen secciones aisladas de la segunda parte, como la distopia citada o el final apocalíptico de la humanidad. Jankovics intenta que cada sección histórica sea representada utilizando el arte de esa misma época. Relieves y pinturas murales para la sección egipcia, pintura sobre ánfora para la griega, esculturas y mosaicos para la romana, manuscritos iluminados para la medieval, grabados para la renacentista, tricromía rojo-blanco-azul para la revolución francesa. Es en ese esfuerzo de adaptación de estilo al tiempo, donde el animador húngaro consigue sus mejores logros, como en la representación de la masa revolucionaria jacobina como una marea imparable o la utilización de la perspectiva subjetiva medieval para dejar explícitas las relaciones de poder. O los choques entre bloques opuestos, en esa misma secuencia, metamorfoseando a los personajes en iglesias y fortalezas.

Son momentos y secuencias que, por sí solas, constituyen cortos plenos, además de los dignos de un maestro. La pena es que al final la acumulación acabe por agotar, a espectadores y creador, de forma que la tensión y expectación del principio acaba por diluirse y desaparecer en esa segunda parte.

Y también, como les indicaba al principio, que toda la película, estética y narrativamente, parece pertenecer a un tiempo anterior, los ochenta/noventa de su concepción inicial. 

No al momento presente.

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