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lunes, 7 de agosto de 2017

Ven y mira (VII)






































Cuando se habla del holocausto, se suele reducir el problema a un asunto de nazis y judíos que tuvo lugar hace casi ya ochenta años. Ese reduccionismo obedece a múltiples causas, todas ellas interesadas. Van desde la exculpación de la población alemana, que a pesar de su apoyo al nazismo se metamorfosea en víctima de él, a la reducción del holocausto a un crimen contra los judíos, que por tanto no nos afecta al resto y que debería ser olvidado cuanto antes. Se deja a un lado, sin embargo, el hecho evidente de que la política racista nazi no victimizaba exclusivamente a los judíos. Éstos eran el objetivo principal, cierto, pero los siguientes eran los eslavos, que debían ser reducidos a la condición de siervos, previa reducción catastrófica de su población y la eliminación de sus élites. No es extraño, por tanto que el número de muertos causados por el nazismo en toda Europa llegue a duplicar el de los seis millones de asesinados judíos, hasta un total de doce.

Además de este olvido de las otras víctimas está el de los otros verdugos. Porque la discriminación, la deportación y el exterminio no fueron prerrogativa de los nazis. En toda la Europa, las derechas nacionales, tanto moderadas como de extrema derecha, se uncieron voluntariamente al carro del vencedor. Estaban dispuestas a construir con él esa nueva Europa, libre del comunismo, que ansiaban para su política nacional, aunque alcanzar ese objetivo les supusiese subordinarse a los caprichos del conquistador nazi. Ser sus sirvientes obsequiosos, anticiparse a sus deseos. Cumplirlos más allá de lo que se les solicitaba, hasta casi la abyección rastrera, para así granjearse el favor de los nuevos amos.

El ejemplo característico de esa colaboración rayana en la traición es el Francés. Tras la derrota súbita y sin paliativos de la primavera de 1940, los términos del armisticio de Junio permitieron que parte del territorio francés continuase como estado vasallo del Tercer Reich. En esa zona, cuya vida independiente se mantuvo de Julio de 1940 a Noviembre de 1942, cuando las tropas alemanas la invadieron en respuesta a los desembarcos americanos en África del norte, se construyó un estado fascista de nuevo cuño, siguiendo el modelo de Italia, España o el resto de países en la órbita alemana. Figuras como la de Petain, el antiguo héroe de Verdún, le dieron cierta respetabilidad y continuidad con la tradición republicana, pero la política estaba en manos de extremistas como Pierre Laval, dispuestos a mostrar su lealtad hacia el ocupante nazi aunque ello llevase a arrastrarse por el suelo... o deportar a amplios sectores de sus población, fuera para trabajos forzados en Alemania o para ser exterminados en Auschwitz.

Sin embargo, y tras un breve periodo de depuración y ajuste de cuentas a finales de 1945 y principio de 1946, la nueva república francesa, la IV, pronto se vio aquejada de amnesia. Al igual que sus antiguos enemigos germanos, los franceses descubrieron que nadie de ellos había sido nazi, que todos, de una manera y otra, habían sido héroes, o que, cuando menos, se habían visto obligados a callar o que desconocían las atrocidades que se habían cometido. En Francia, incluso, se construyó un auténtico mito de la resistencia por el que, desde el primer día de ocupación, el país entero se había organizado en la lucha clandestina contra el enemigo extranjero. Sólo unos pocos, los depurados en ese terror que siguió al conflicto, habían traicionado a la patria, pero ya habían sido castigados convenientemente. El resto, podía seguir con su vida normal, sin temer a represalias, merecedor en cambio de recompensas y alabanzas.

Este mito de la Francia resistente aparece en gran parte del cine de los años cincuenta y sesenta, fuera americano o francés, e incluso llegó a convertirse en ley tácita de la política nacional. Cualquiera que se atreviese a cuestionarlo ya podía contar con una airada reacción oficial, que incluso podía derivar en ostracismo y represalias. Películas señeras como Nuit et Brouillard (Noche y Niebla, 1953) de Alain Resnais, ya comentada hace unas semanas, tuvieron que censurar algunas de sus imágenes documentales, puesto que en ellas se veía a gendarmes franceses vigilando los campos de concentración de tránsito. Ésos donde los judíos eran concentrados, clasificados, antes de la deportación final a Auschwitz.

El mito sólo se desmoronó a finales de los ochenta y principio de los 90, cuando el juicio de personajes como Klaus Barbie, jefe de la Gestapo en Lyon durante la ocupación, mostró las connivencias del régimen de Vichy con el nazismo. Simpatías y colaboración que no estaban reducidas a las más altas esferas, sino que eran compartidas por amplios sectores de la población francesa, la más cercana a los sectores conservadores y de derechas. No obstante, ya a finales de los sesenta y principios de los ochenta, esa mentira oficial comenzó a cuartearse gracias a la contestación universitaria y a documentales como el que abre esta entrada con sus imágenes. Le chagrin et la Pitie (El Pesar y la piedad) rodado en 1971 por el hijo de Max Ophuls.

Un documental que se centraba en un lugar muy concreto, Clermont Ferrand, ciudad vecina a Vichy, capital del régimen de Petain y, por eso mismo, centro, escenario y platea de la vida de esa curiosidad histórica. Un documental que, a lo largo de cuatro horas, se construye sobre entrevistas a téstigos presenciales, cuando no protagonistas, de ese tiempo y ese hecho. Por un lado, los miembros de la resistencia, los agentes del servicio secreto británico y los políticos de izquierda represaliados por el nuevo régimen. Por el otro, los soldados alemanes ocupantes, los franceses que eligieron formar parte del ejército nazi, los funcionarios miembros de los gobiernos de Petain. Entre medias, los que decidieron guardar silencio, pero que a pesar de eso - o precisamente por eso - acabaron eligiendo bando: aquel que dictaban sus ideas de antes de la guerra.

División y fractura, entre opositores y colaboradores, entre resistentes y opresores, que casi treinta años tras la guerra aún no ha cicatrizado. Mejor dicho, que bajo el barniz del mito, de ese todos fuimos maquisards, deja descubrir a las claras quien tuvo el coraje de oponerse, quien la cobardía de claudicar. Y aún peor, que los que se rindieron, los que no tuvieron el menor ambage de unirse a los vencedores y que aún hoy, interior y públicamente, se siente orgulloso de ello, aunque sus palabras no lo manifiesten así.

No es extraño, por tanto, que el documental de Resnais encontrase todo tipo de barreras y obstáculos. O que incluso se impidiese, por orden gubernamental, su emisión en la televisión pública, como al principio estaba programada.

Porque en el régimen de de Gaulle, había aún muchos petainistas.

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