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sábado, 3 de junio de 2017

La red y la expansión (IX)

Die von ihnen oder auf ihr Drängen erlassenen Gesetze zeigen, dass sie so etwas wie Calvins Hierokratie in Genf im Sinn hatten. Auf Mord, besonder Kindstötung stand Todesstrafe, ebenso auf Götzendienst. Polygamie wurde mit rückwirkender Kraft verboten, Kuppelei, vor allem die gastfreundliche Preisgabe der eigenen Frau, und Unzucht mit Zwangsarbeit und oder Geldstrafe geahndet. Nicht nur das Arbeiten, sondern sogar das Spaziergehen am Sabbat war bei Strafe verboten. Verleumdung der Missionare oder auch nicht Anzeigen einer solchen hatten Zwangsarbeit oder Strafe nach Belieben der Missionare zur Folge, ebenso die Übernahme fremder Lehren, die Kenntnis oder Verheimlichung fremder Schriften. Auf Tätowierung, auf laszive Vergnügungen wie den ursprünglichen so belieben Tänzen, aber auch schon auf Blumen im Haar beim Gottesdienst stand Zwangsarbeit, auf Landstreicherei Zwangsarbeit und/oder Prügel. Die Taufe war zur Voraussetzung für Häuptlings- oder Richterämter geworden. Dabei wurden Denunzianten automatisch für höhere Ränge in Staat und Kirche wählbar.

Wolfgang Reinhard, Der Unterwerfung der Welt (La conquista del mundo)

Las leyes promovidas por ellos o por su presión muestran que tenían en mente una teocrácia como la de Calvino en Ginebra. El asesinato, especialmente el infanticidio era castigado con la muerte, así como la idolatría. La poligamia se prohibió con efectos retroactivos. La prostitución, incluyendo en ella la cesión de la propia esposa como muestra de hospitalidad, y la fornicación, con trabajos forzados o multas. El trabajar durante el Sabbat, incluyendo salir a dar un paseo, estaba prohibido con penas. Burlase de los misioneros o no mostrarles respeto podía ser castigado con trabajos forzados o castigos, a preferencia del misionero, incluyendo en eso la adopción de doctrinas ajenas, o el  conocimiento y la ocultación de libros extranjeros. Los tatuajes, los placeres lascivos incluyendo los bailes , incluso el portar flores en el pelo durante la misa, eran penados con trabajos forzados, el vagabundeo con trabajos forzados o flagelación. El bautismo era un requisito para ser cabecilla o juez. Por eso, los denunciantes eran elegibles para los más altos puestos en el estado o la iglesia.

Este conjunto de medidas radicales religiosas no corresponde a uno de los múltiples brotes de protestantismo integrista del siglo XVI, ni a su correspondiente reacción católica, no menos radical. Tampoco, más cercano en el tiempo, a las múltiples intentos recientes por reconstruir el Islám ideal de tiempos de los primeros califas. Se trata, sorprendentemente, de la legislación que los reyes de Tahití hicieron obligatoria para toda la isla en 1825, siguiendo las instrucciones de los misioneros protestantes llegados en 1797.

Sí, han leído bien: Tahití, 1825, 1797. Para todo Europeo, desde que los capitanes Bouganville y Cook desembarcarán allí en la segunda mitad del siglo XVIII, esa tierra era el epítome del paraíso terrenal. Un lugar en donde sus gentes vivían casi sin tener que trabajar, libres de la opresión social y de los tabúes sexuales. Especialmente de estos últimos, en claro contraste con el puritanismo y la represión habitual de la Europa cristiana. Ese concepto del indígena inocente, para el cual el pecado es un concepto inexistente, ha tenido una vida larga y continuada, sin verse contradicha incluso en nuestros días. Se convirtió incluso en acicate que llevó a muchos Europeos, como Gaugin, a trasladarse a esas tierras remotas huyendo del ambiente asfixiante de una Europa que se creía mejor, en los aspectos morales, que el resto de la humanidad.



Sin embargo, es sabido también que estos europeos tránsfugas salieron asqueados, cuando no trasquilados, de sus aventuras polinésicas. Esas fantasías en las que habían sido educados no se correspondían con la realidad. Una vez que los exploradores estatales, como Cook y Bouganville, hubieron completado sus tareas cartográficas, fueron substituidos por aventureros y piratas,  misioneros y evangelizadores. Los unos buscando explotar sin piedad aquellas tierras y aquellas gentes, esquilmando sus recursos, diezmando sus poblaciones. Los otros intentado crear su utopía cristiana en unas regiones y  unas mentes que suponían vírgenes, para destruir sin posibilidad de arreglo sistemas sociales, costumbres ancestrales, que habían permitido a los polinesios colonizar el ámbito del Pacífico.

El impacto de Europa fue tal que incluso aquellas tierras que se las arreglaron para mantener un mínimo de independencia, como Hawai, Tahití o Nueva Zelanda, quedaron tan debilitadas por revoluciones y contrarrevoluciones, pro y en contra de las ideas occideentales, que no pudieron oponerse de forma efectiva a los colonos europeos, cuando las metrópolis de origen decidieron hacerse con esas tierras. En general, las poblaciones autóctonas quedaron abandonadas en una tierra de nadie cultural, sin poder volver al paganismo de antaño, pero sin poder asimilar los conceptos ajenos del cristianismo. No es extraño, como muy bien descubriera Gaugin, que los indígenas adoptasen una postura de abierta desconfianza, cuando no declarada xenofobia, ante los europeos. Ni tampoco, de forma opuesta, que surgiesen curiosos sincretismos religiosos, rayanos en el absurdo, como los cultos cargo o la deificación de personajes de la historia europea.

Más allá de la anécdota, este episodio polinésico viene a rebatir uno de los mitos más acendrados de la cultura europea, que aún sigue influyendo y determinando el modo en que vemos las culturas no occidentales. Se trata simplemente de la idea de que fuera de nuestra sociedad existen sociedades intocadas, que no han sido manchadas por la corrupción de occidente, de manera que es posible embarcarse en un viaje iniciático, en busca de su sabiduría y la consiguiente salvación. Sin contar que el ser humano, en todas las partes del mundos se ha caracterizado por la explotación y el exterminio de sus semejantes, dentro y fuera de su propia cultura, lo cierto es que ese aislamiento cultural dejó de existir en el siglo XIX. 

En ese tiempo, las pocas culturas que no se habían visto afectadas por la expansión europea del siglo XVI, ese decir, aquellas situadas en los desiertos del Asia Central, las soledades árticas, las selvas tropicales o las islas dispersas del Pacífico, fueron alcanzadas por el impacto del colonialismo. Sea de forma directa, viéndose sometidas a una ocupación extranjera que reformaba sus sociedades para que quedasen al servicio de las necesidades económicas de occidente; sea de forma indirecta, al verse expuesta a redes comerciales de extensión mundial, que drenaban sus recursos y su población.

La pureza atribuida a las culturas extraeuropeas era así un espejismo creado a conveniencia de europeos descontentos, pero sus efectos negativos no se limitan a esto. Al pensar, en contra del colonialismo, que las culturas ajenas eran esencialmente mejores, llevó a petrificarlas en sus características observables, sin analizar en qué medida son productos de la influencia europea. Peor aún, ha llevado a considerarles petrificadas, inamovibles, en un estado primigenio, lo cual no es sino otra expresión de ese colonialismo clásico que despreciaba a los otros por considerarlos irremediablemente atrasados, fueran cuales fueran sus glorias pasadas.

Visión distorsionada, de claro origen colonial, aunque se pretenda progresista y tolerante, que curiosamente ha sido aceptada por los miembros de esas otras culturas, obsesionados por restaurar un estado primigenio anterior a la llegada de los europeos.

Estado que sólo por eso se supone mejor, cuando no perfecto, sin admitir ni considerar la posibilidad de defectos.

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