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martes, 2 de mayo de 2017

La red y la expansión (VIII)

Doch unter Ranavalona I, der Witwe und Nachfolgerin des Königs, setzte ein Terrorregime mit Christenverfolgung und weitgehender Schließung des Landes ein. Es wurden aber keineswegs alle Neuerungen rückgängig gemacht. An de Küste blieb Handelstationen, und ein Franzose, der Schmied Jean Laborde, konnte als technisches Faktotum der Monarchin östlich der Hauptstadt Tanararive mit 1000 Arbeitern Werkstätten zur Herstellung jener Güter errichten, die nicht länger aus Europa bezogen werden sollten. Nach dem Tod der Königin begann in einer Phase überstürzter Verwestlichung unter ihrer Sohn die Rivalität englischer und französischer Vertreter am Hof. Laborde war französischer Konsul geworden. Doch von 1864 bis 1895 regierte der kluge Minister Rainilairivony das Land, kraft Ehe mit der neuer Königin und danach mit ihren beiden Nachfolgerinnen. Da Frankreich die einst von Ludwig XIV, ausgesprochene Annexion Madagaskar nie widerrufen habe, entschied sich der Premier im Einvernehmen mit der Königin für die Partei Englands. 1869 wurden er und die Königin evangelische Christen. Die Elite schloss sich an, Katholische Missionare, die inzwischen ebenfalls eingetroffen haben, wurden zunächst verfolgt und konnten Bekehrungen ohnehin nur bei Randgruppen erzielen. So wurden sie zu Verfechtern einer französischen Intervention, die nach Eröffnung der Suezkanals strategisch interessant geworden war, aber nach dem deutsch-französischen Krieg zunächst nicht im Frage kam. 1878 starb Laborde, der stets zu vermitteln versucht hatte. Ein ernsthafter Grunde für eine westlicher Einmischung lag aber nicht vor, so dass man durchaus erwarten konnte, das die Merina der Weg der Verwestlichung aus eigener Kraft weiter gehen würden. Denn sie und andere Afrikaner haben so geschickt und innovationsfreudig auf die neuen Verhältnisse reagiert, dass keineswegs zu erwarten war, dass der wachsende wirtschaftliche und kulturelle Einfluss Europas binnen weniger Jahre auch zur politischen Besitzergreifung des Kontinents führen würde.

Wolfgang Reinhard, La dominación del mundo 

Pero bajo Ranavalona, viuda y sucesora del rey, se estableció un régimen de terror con persecuciones de cristianos y cierre del país. Sin embargo, no se eliminaron en todo caso los avances anteriores. En la costa permanecían las factorías comerciales y un francés, el herrero Jean Laborde, consiguió crear, como consejero técnico del monarca, una factoría de 1000 trabajadores al este de la capital Tanararive, para fabricar todos aquellos artículos que ya no se podían obtener de Europa. Tras la muerte de la reina, durante una fase de acelerada occidentalización bajo el gobierno de su hijó, dio comienzo la rivalidad entre los representantes ingleses y franceses ante la corte. Laborde fue nombrado cónsul de Francia. Sin embargo, entre 1864 y 1895 gobernó el país un ministro capaz, Rainilairivony, gracias a la boda con la nueva reina y luego con sus dos sucesoras. Puesto que Francia no había renunciado a la declaración de anexión de Madagascar, realizada por Luis XIV, el primer ministros se decantó, en connivencia con la reina, por el partido inglés. En 1869 ambos se convirtieron al cristianismo evangélico,. La élite se les unió y los misioneros católicos, que entre tanto se habían introducido en el país, fueron primero perseguidos y luego sólo pudieron convertir grupos marginales. Así se conjuró el peligro de una intervención francesa, que se había tornado de interés estratégico tras la apertura del canal de Suez, pero que no pudo materializarse debido a la guerra francoprusiana. En 1878 murió Laborde que siempre había intentado mediar. No existían serias razones para una intervención occidental, de manera que se podía esperar, que la dinastía Merina encontrase un camino propio hacia la occidentalización. Porque ellos y otros africanos habían respondido de una manera tan astuta y favorable a las novedades, que nada hacía sospechar que en pocos años una conquista Europea del continente siguiese a la creciente influencia económica y cultural.

Cuando se relata la expansión colonial europea del siglo XIX, se suele citar el caso de Japón como excepción en un panorama donde los diferentes gobiernos nativos fueron derrotados, humillados y derribados por las fuerzas del colonialismo. Sólo los japoneses fueron capaces de sustraerse a esa tónica, para encontrar su propio camino a la modernidad. Tan acertado que en pocas décadas no sólo habían conseguido unirse al concierto de las naciones, como única potencia no occidental a la que se respetaba, sino incluso lanzar su propio imperialismo y derrotar a otros poderes hegemónicos, como Rusia en 1905.

Sin embargo, esto es un espejismo. Nuestra visión de la evolución de las sociedades extraeuropeas está distorsionada por el echo de que fue cortada en seco por las intervenciones militares europeas. Si se examina con cuidado la historia de los diferentes estados asiáticos, es fácil comprobar que antes de que los ejércitos coloniales se hicieran con el poder o simplemente trastocaran irremediablemente esos países, las sociedades nativas habían comenzado a responder a la presión económica y cultural occidental. Unas respuestas que no se limitaban, como se podía creer equivocadamente, al cierre de fronteras, la prohibición de ideas foráneas o la persecución de occidentales. En muchos casos, se produjeron auténticas revoluciones radicales que pusieron a esas sociedades en el camino de la modernidad, sólo detenidas por la conversión de esas tierras en colonias y protectorados.

Como prueba basta el caso de Siam en Asia, el otro país asiático que consiguió mantener su independencia enfrentando entre sí a los poderes coloniales vecinos, Inglaterra y Francia. Sin embargo, es mucho más interesante el caso Africano. No sólo porque la conquista europea fue allí mucho más tardía, dejando mayor espacio a un desarrollo independiente, sino porque viene a derribar bastante de los argumentos que justificaron esa conquista. Los mismos que aún hoy sirven para sostener el racismo resurgente.

Las diferentes versiones del racismo, sean fuertes o débiles, radicales o conciliadoras, coinciden en una misma versión de los pueblos africanos, acuñada precisamente en tiempos de la expansión colonial. Las sociedades africanas habrían quedado atrapadas en un pasado eterno, presas de sus tradiciones y rituales, sin capacidad de evolucionar por sí mismas, a menos que recibieran las enseñanzas procedentes de Europa. Sin embargo, ni siquiera así conseguirían progresar, ya que aun estando sometidos a la influencia civilizadora occidental, sólo conseguirían construir torpes remedos de las instituciones europeas, propios de razas infantiles y primitivas. Se requería así una acción educadora, una tutela europea que sacase a esos pueblos de su estupor inmemorial.

Por supuesto, todo el que sepa de la historia africana, esa gran desconocida, sabe que durante largo tiempo albergó todo tipo de soluciones estatales y paraestatales. Casi se puede decir que el África Subsahariana, antaño llamado África Negra, vivió casi al margen del resto del mundo o al menos de Europa, de manera que incluso un factor determinante en este último medio milenio, como fue la esclavitud, fue un catalizador de su evolución propia, no una presión ineludible. Esta independencia, que en la mayor parte del continente alcanza hasta el último cuarto del siglo XIX se debió a que la presencia Europea quedó limitada a unos pocos asentamientos en la cosa, principalmente asentamientos comerciales, cuya permanencia dependía del favor y tolerancia de los poderosos reinos del interior.

De hecho, el único lugar donde la presencia europea se hizo dominante a principios del siglo XIX fue en el sur del continente, en la colonia del Cabo, donde se produjo una emigración masiva de colonos europeos, que en el segundo cuarto se propagaron al interior, por problemas internos de la propia colonia. Este llamado trek de los Boers, buscando substraerse al poder británico establecido en 1800, se topó, no obstante, con un estado nuevo y poderoso, el de los zulúes, que condujo a un largo complejo de guerras que se extendieron hasta el último cuarto de la centuria. Unos conflictos en las que los Europeos, boers y británicos fueron derrotados en más de una ocasión y que sólo se resolvieron en contra de los Zulues por la superioridad tecnológica y logística de sus oponentes.

Sin embargo, si se pone a un lado el casos sudafricano, en el resto de África la presencia europea fue mínima durante todo el siglo XIX, fuera de la influencia comercial, las correrías de unos pocos exploradores y la intromisión de los muchos misioneros cristianos. El continente fue objeto de un experimento a nivel global cuyos logros han sido ocultados por el hecho ya comentado antes: el reparto final entre las potencias coloniales y la eliminación de los regímenes nativos. Pues bien, si se observa como las diferentes estructuras africanas respondieron a la creciente influencia europea, el balance, antes de la ocupación fina, es sensiblemente positivo, opuesto a esa imagen de atraso y de inferioridad que el colonialismo posterior propagó.

Así, el caso ilustrado de Madagascar es particularmente relevante, no sólo por ser desconocido, sino por revelar la creatividad de esas sociedades nativas. Situado en un cruce de rutas marítimas, codiciado como punto de apoyo en el camino hacia oriente por franceses e ingleses, la presencia creciente de éstos en sus costas llevó primero a la unificación de la isla bajo la dinastía Merina. Madagascar, como otros sociedades extraeuropeas, podía ofrecer así un frente común a las apetencias extranjeras. En ese esfuerzo por defenderse, los Merina probaron casi todas las soluciones a su alcance, del cierre completo a la apertura no menos decidida. Un proceso en el que la clave de la supervivencia fue el oponer a unas potencias frente a otras, de manera que ninguna se sintiese autorizada a invadir el país por miedo a las repercusiones políticas en Europa.

Desgraciadamente, al final fueron esas mismas condiciones en Europa las que decidieron la situación en África. Cuando en 1885, en la conferencia de Berlín sobre el Congo, se dio la autorización para que el rey belga se construyese una colonia privada en esa región, nadie quiso quedarse atrás. El pistoletazo de salida para el reparto del continente había sido dado y en apenas una década, sólo Abisinia quedaba independiente y esto porque tuvo la suerte de derrotar en Adua al ejército itialiano que iba a conquistar Adis Abeba. 

Los diferentes intentos nativos por occidentalizarse y modernizarse quedaron frustrados. Cubiertos por una espesa capa de olvido promovida por las potencias ocupantes, que convirtieron en dogma la imagen de un África atrasada y capaz de progresar por su propios medios. Cabe, no obstante, fantasear con un África que no hubiera experimentado esos 80 años de paréntesis, de 1880 a 1960, y cuyos estados nativos, tras la primera guerra mundial, hubiera entrado a formar parte de la Sociedad de Naciones, como Abisinia.

Pero no ocurrió así, desgraciadamente.



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