Páginas

miércoles, 12 de abril de 2017

Una excusa


He ido este lunes a ver la exposición  Piedad y Terror en Picasso, el camino al Guernica, abierta en el MNCARs. Con cierta prevención, les aviso. Ciertos medios habían hablado de un intento por tapar el horror del bombardeo de Guernica, para limitarse a un mero estudio formal del cuadro - por un momento pensé en el mítico "les explico el Picasso, nada que ver con Guernica", con que saludaba antaño a los visitantes un personaje siempre plantado a la puerta del museo -, así como de la construcción de un "Picasso-feminista" que nunca existió.  

Debo decirles que mis temores estaban infundados.
La tesis de la exposición es que los recursos estéticos que Picasso utiliza en el Guernica, no fueron producto de la impresión que la noticia del bombardeo terrorista tuvo en el pintor. Este cuadro, desde un punto de vista formal, no supondría un cambio estilístico fundamental en la trayectoria de Picasso. Éste se habría producido ya al menos una década antes, cuando el pintor abandonó el neoclasicismo de postguerra - la llamada Appel à l'ordre - y se adentró en una fase que podemos llamar surrealista, a falta de etiqueta mejor. La figura humana en sus pinturas se retuerce y deforma, se deshumaniza y robotiza, como si el pintor la sometiese a una tortura consciente producto de su desengaño con la raza humana.

Este pesimismo se iría exacerbando a medida que la situación política se radicalizase en los años 30 con el ascenso de los fascismos, para alcanzarar su paroxismo con la guerra civil y el bombardeo terrorista de Guernica. En ese sentido, la exposición es muy clara - y en cierto modo contradictoria con su tesis - al señalar que cuando se le encarga a Picasso una pintura para el pabellón de la república en la exposición universal del 37, el artista no logra encontrar un tema que le plazca. Hasta que le llega la noticia de la matanza y comienza a pintar como un poseso, poniendo en práctica todos los recursos que había ido afinando hasta entonces, consiguiendo así esa obra maestra que es el Guernica.

Esa cumbre tendría una continuación que se extendería hasta el final de la Segunda Guerra Mundial y que la exposición narra por extenso. Aquí se incluiría ese supuesto Picasso-feminista al que me refería al principio, pero que en realidad la exposición, al menos en los textos de las salas, jamás propone. Lo que sí señala es la obsesión de Picasso con el cuerpo femenino - obvio -, pero también la profunda contradicción que refleja en su tratamiento, al menos en esta época. Porque para el Picasso de los años 30 la mujer es tanto un objeto al que venerar y adorar, como un objeto al que torturar, al menos con los pinceles. 

La tesis es impecable, ya que es evidente que el Guernica no pudo surgir perfecto de la nada y que sus logros estéticos son producto de una larga evolución estética. Sin embargo, yerra en un punto secundario, pero no menos importante. Se supone que la deformación a la que somete Picasso a la figura humana en sus cuadros es producto de un supuesto horror primordial o de un sadismo subyacente. Aunque en muchos casos es así, cuando el tema del cuadro es precisamente la crueldad de la humanidad, yo nunca había sentido repulsión ni asco al contemplar otros de los cuadros que se proponen como pruebas, aquéllos precisamente que se limitan a ser retratos o escenas bucólicas. De hecho, esa deformación me parece una continuación del estilo del periodo de plenitud cubista de antes de la Primera Guerra Mundial, cuando Picasso se hallaba inmerso en un afán similar por destruir la figura humana en la pintura. 

Periodo que, por cierto, jamás se cita en la exposición, quizás porque demolería esa ecuación deformación=crueldad que con tanto empeño se nos quiere demostrar y que encuentro fuera de lugar en un análisis del arte de las vanguardias.


No obstante, y aquí entre nosotros, la mejor exposición sobre el Guernica no es ésta, ni tampoco el montaje habitual del MNCARS. La mejor fue la que se podía visitar en los años ochenta en el Casón del Buen Retiro, donde se creo un ambiente especial por y para el cuadro. El visitante tenía que cruzar un pasillo obscuro, donde se exponían los bocetos preparatorios del cuadro - como los incluidos en esta entrada - antes de enfrentarse con la obra. Luego, tras haberlo contemplado a placer, se sumergía en otro corredor similar, también repleto de dibujos realizados en ese periodo de tiempo.

El resultado era similar a una peregrinación religiosa. El visitante era preparado para lo que iba a ver a continuación, un símbolo del arte moderno, y luego no volvía inmediatamente a la vida cotidiana, sino que disponía de un tiempo de meditación, tanto más profundo porque la estrechez de los pasillos de entrada y salida, permitía sumergirse en la contemplación de cada uno de los bocetos. Casi sin distracciones ni molestias, en diálogo personal e individual con ellos. Todo lo contrario a la provisionalidad y aglomeraciones de las salas del MNCARs en esta muestra o en su presentación habitual.

La visita se convertía así en una experiencia única. No sólo por el cuadro o el esfuerzo que se había hecho para resaltar su excepcionalidad, sino porque la contemplación de los bocetos, uno a uno, en un order cronológico, permitía ver como Picasso había ido refinando los conceptos, variando la composición hasta hacerla perfecta. Meterse en la mente del genio y comprender el proceso de creación. Algo que cuando se es joven y receptivo, lleva directamente a la euforia, casi al trance.

Y no sólo eso, porque ver la fuerza y la expresividad de esos bocetos, la energía con que habían sido trazados, la manera con que unas pocas líneas podían emocionarte hasta lo más profundo, golpearte hasta dejarte sin aliento, eran la mejor prueba de que Picasso sabía pintar. Como los más grandes maestros que estaban expuestos en el museo vecino

Algo que para muchos, aún hoy es discutible


No hay comentarios:

Publicar un comentario