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sábado, 29 de abril de 2017

La impotencia del arte

En résumé, la guerre, parce qu'elle se révèle invisible et insoutenable, met les pouvoirs de la peinture à l'épreuve. De cette épreuve, cette art sort diminué, doutant de lui-même, tenté par le renoncement e la griserie des souvenirs. S'il survit, c'est sous le signe de l'échec et voué à un hors-temps étrange, faux présent à distance du présent commun, faux présent tout imprégné de passé. Il relève d'une histoire de l'art presque entièrement détachée de l'histoire des sociétés humaines. Jusque-là, il n'avait pas enduré telle séparation, ne cessant d'entretenir des relations serrées avec la société contemporaine, art religieux des époques dominées par la église, art politique et symbolique au service des monarchies et des révolutions, art simplement réaliste encore. Plus exactement: quand il était arrivé qu'une forme artistique se métamorphosât en manière, sinon en maniérisme, en exercice de style, le contrecoup était intervenu bientôt. Caravage a mis un terme à la prolifération des maniéristes.  David a finit avec les élégances factices du style galant. Manet a rompu sèchement avec le formalisme en quoi avait dégénéré le néoclassicisme. Rien de tel cette fois, ni réformateur, ni sauveteur inattendu.  C'est la peinture tout entière, à commencer par le plus moderne, la plus aventureuse, qui se trouve en procès. L'abstraction, tel que la comprennent Ball et Klee n'est elle même que refus de la réalité, esquive, exil le plus loin possible du présent, de l'insupportable présent.

Pilippe Dagen, El silencio de los pintores 

En resumen, la guerra, por mostrarse invisible e insoportable, pone a prueba el poder de la pintura. De esta prueba, este arte sale debilitado, dudando de si mismo, tentado por la renuncia y la embriaguez del recuerdo. Si sobrevive, es con el estigma del fracaso y avocado a un extraño estar fuera del tiempo, un falso presente distanciado del presente común, un falso presente impregnado del pasado. Se renueva desde una historia del arte casi completamente disociada de la historia de las sociedades humanas. Hasta entonces, no había experimentado tal separación, sin haber cesado de mantener estrechas relaciones con la sociedad coetánea, como arte religioso en los periodos de dominio de la iglesia, como arte político y simbólico al servicio de monarquías y revoluciones, incluso como arte simplemente realista. Más en concreto, cuando ocurría que una forma artística se metamorfoseaba en manera, sino en manierismo, en ejercicio de estilo, el contragolpe se producía de inmediato. Caravaggio puso fin a la proliferación de manieristas. David terminó con las elegancias ficticias del estilo galante. Manet rompió de manera definitiva con el formalismo en el que había degenerado el neoclasicismo. Nada de esto en esta ocasión, ni reformado, ni salvador inesperado. Toda la pintura, por entero, comenzando con la más moderna, la más aventurera, se halla ante el tribunal. La abstracción, tal y como la entendían Ball y Klee no es ella misma que rechazo de la realidad, huida, exilio lo más lejos posible del presente, de ese insoportable presente.

Hace ya muchos años, en la Thyssen madrileña, se expusó una muestra de nombre 1914!, que pretendía trazar la relación del arte moderno con la primera guerra mundial. Leyendo mis notas de aquel entonces, en ella llamaba la atención la falta de una producción de guerra procedente de los muchos artistas vanguardistas que se vieron atrapados, incluso muertos, en el conflicto. Lo achacaba a manipulación por parte de la exposición, preocupada por demostrar la ecuación Arte+Denuncia,  cuando en realidad esta ausencia era indicio de un problema más de fondo. No se trataba de que la exposición no quisiera mostrar, es que simplemente no había casi nada que mostrar. Un hecho que la exposición intentaba ocultar por todos los medios.

Ese vacío es el objeto de estudio del libro de Philipe Dagen que he estado leyendo estas últimas semanas. Como en muchos otros aspectos históricos, la primera guerra mundial también marca una cisura en la evolución del arte occidental, pero no porque supusiera un acicate en la producción pictórica europea, ni llevase a nuevas ideas estéticas, sino porque apenas ha dejado huella alguna, al menos directa. Al contrario que en el pasado, cuando la la pintura se ufanaba en glosar guerras y  acontecimientos históricos, hasta el extremo que esa pintura, la de historia, la dedicada a ilustrar un tema de importancia, era la piedra de toque de la valía de un pintor. Quien no la cultivase, no merecía es nombre.

Sin embargo, en la primera guerra mundial no hay una pintura de historia como tal, ni oficial ni contestataria. Una ausencia fácil de explicar, por la censura, en el caso de ésta última, pero completamente inexplicable para la primera, que debería haber sido promovida por la propaganda patriótica. No se trata, sin embargo, de una coincidencia, sino de un rasgo característico del arte de esa época. El silencio de la pintura al que se refiere Dagen es común  a todos los pintores  de esa época, tanto de los académicos como de los vanguardistas, tanto de los que fueron testigos de la matanza en primera línea de fuego, como de los que permanecieron a salvo en la retaguardia. Tanto de viejos como de jóvenes, de alemanes como franceses, de muertos y de supervivientes.

Solo queda un silencio incómodo. Como si la guerra no hubiera sucedido jamás, como si se pretendiese borrarla por completo, eliminándola del arte. 

Esta renuncia a representar la guerra es un problema estético de primera magnitud. No porque suponga una traición, el abandono de un necesario y obligado compromiso político, sino porque mina los fundamentos de la pintura. En concreto, su utilidad en el mundo de hoy, su capacidad de actuar sobre él, su valor como herramienta para definirlo, su poder como arma para modificarlo.

Lo primero que Dagen señala es que esta desaparición de la guerra en la pintura de esa época no es un problema de censura, ni de pudor. Los semanarios coetáneos estaban llenos de imágenes del conflicto, tanto más espantosas a medida que éste se enconaba y los muertos comenzaban a contarse por cientos de miles. La única diferencia era que que el medio utilizado para representarlos era la fotografía o el cine, incluso la ilustración. Estas imágenes no eran ni siquiera oficiales, creadas por los respectivos departamentos de propaganda de los países en guerra, sino que afluían a millares desde el mismo frente, tomadas por los propios combatientes.

No había por tanto, reparos a la hora de mostrar la realidad más brutal - excepto si los muertos eran del propio bando -  ni parece que el público les hiciera muchos ascos, más bien al contrario. Este resultado era esperable, basta considerar la afición de nuestras sociedades contemporáneas por el gore y el sadismo en imágenes, y contrasta con el silencio pictórico de los artistas destinados en el frente. De aquellos que permanecieron en la retaguardia o que sólo visitaron la zona de combate de forma esporádica es normal que no intentasen representar la batalla, simplemente por mera coherencia, para evitar plasmar aquello que no experimentaron. Sin embargo, de los combatientes, apenas uno, Otto Dix, hizo de la guerra un tema central de su producción. El resto nada, algún escrito, algún boceto, ninguna obra.

Podría hablarse de síndrome de stress postraumático. De hecho, así lo indicaría la trayectoria de otros dos combatientes, Braque y Léger. El primero, retomando sus investigaciones cubistas en el mismo punto en el que lo había dejado, como si el conflicto no hubiera sucedido, encerrándose en una torre de márfil estética en la que la guerra no podía entrar. El segundo, abandonando por completo su estilo de tiempos de paz, para volver a un neoclasicismo que paulatinamente se torna cada vez más vacío e intrascendente, como la única vía de escape ante el horror fuera el arte del pasado, sus seguridades y certezas, pero este refugio se revelase también frágil e insuficiente.

Sería el Appel à l'ordre, interpretada demasiadas veces como un arrebato de conservadurismo ante la catástrofe bélica, pero que Dagen explica de manera muy distinta. La guerra afecto al menos a cuatro vanguardias Europeas, cubismo, expresionismo, futurismo y vorticismo, todas en su mejor momento, cultivadas por artistas de primera case, y con aspiraciones a substituir el arte clásico por completo. Sin embargo, todas ellas, sin excepción, fracasaron a la hora de representar la guerra. Sus herramientas eran inadecuadas para transmitir lo que representaba vivir en el frente, bajo las bombas, en continuo peligro, rodeado por la muerte y la podredumbre. Algo que sólo podía conseguir el cine y la fotografía.

No es de extrañar que frente al fracaso de la vanguardia - el arte académico hacía ya mucho que no contaba -, solo quedasen abiertas tres vías. Volver al clasicismo, como hizo el appel al ordre, o extremar el realismo como hizo Dix, lo que sólo llevaba, en la mayoría de los casos a copiar lo pasado, la obra consagrada en los museos pero sin repercusión en el presente. Encerrarse en la torre de marfil estética, como Braque o las muchas abstracciones de entreguerras, arriesgándose a devenir autista, enigma que ni siquiera los entendidos saben explicar, transmitir. O aceptar, por último, el absurdo y llevarlo a sus últimas consecuencias, como Dadá, lo que sólo podía conducir al asesinato del arte.

Movimientos transidos todos del mismo miedo. Que en este mundo de hoy, la pintura haya devenido definitivamente irrelevante.

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