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lunes, 13 de febrero de 2017

Milagros






































Les confieso que empecé a ver La Tortue Rouge (La tortuga roja), el primer largometraje del animador holandés Michael Dudok de Wit, con bastante aprensión. Si han estado atentos a la animación de la década pasada, sabrán que Dudok de Wit no es un don nadie en esta forma. Muy al contrario, con apenas cuatro cortos, se le puede considerar ya como uno de los maestros de esta rama de la cinematografía. Sin embargo, el tránsito del corto al largo es una barrera que no todos los maestros son capaces de superar con soltura. Los hay que abandonan definitivamente la animación, como Frank Tashlin, otros no pasan de hilar cortos con mayor o menor soltura, caso de Bill Plympton, mientras que genios como Svankmajer se han visto obligados, por problemas de presupuesto, a construir formas híbridas a caballo entre la animación y el cine real. Eso sin contar los muchos que nunca se tomaron el formato corto en serio y sólo lo utilizaron para saltar al largometraje. Cuanto antes y sin haber aprendido nada.

Teniendo en cuenta, además, que el primer largometraje de Dudok de Wit ha sido financiado un poco por todo el mundo - la atribución a Ghibli como productor es sólo una entre muchas y su presencia parece reducida a poner un observador que rendía cuentas a Takahata Isao -, me temía que los propositos iniciales de Dudok de Wit podrían haber acabado diluidos en esa maraña de instituciones e intereses. Que habría habido demasiadas opiniones, demasiados colaboradores, demasiadas interrupciones y reanudaciones, demasiadas vueltas y revueltas, de forma que al final sólo quedase un largometraje genérico más o, mucho peor, una pila de buenas intenciones que, como la mayonesa, no acabase de ligar una vez metidas en la batidora.

No ha sido así. La Tortue Rouge es un largometraje de Dudok de Wit de cabo a rabo, imbricado con su pensamiento estético y temático, y perfecto continuador del mismo. Además, es una obra maestra de la animación, de las que convierten en irrelevantes a todas sus coetáneas, lo que no va a impedir que no le den el oscar, que irá, como siempre, a Disney. Aunque en esto espero equivocarme. 

Pero volviendo a La Tortue Rouge, voy a intentar explicar, a mis lectores y a mí mismo, porque la pongo tan alto.

En primer lugar, porque se trata de una película de cine mudo. Sí, ya sé que el cine mudo concluyó en el algún momento a ambos lados de 1930 y cualquier intento de revivirlo ha sido sólo en forma de homenaje que se limita a repetir los tics de las películas de los años 20. Sin embargo, esto sólo es cierto en el caso de las películas de personajes reales, porque en la animación la tradición muda ha seguido viva hasta hoy mismo. Y cuando digo viva, no me refiero a que se hayan repetido una y otra vez las recetas de la época de gloria de ese periodo de la cinematografía, sino a que han sabido continuar, progresar en la dirección en que la música y las imágenes forman una única unidad, mientras que éstas últimas son capaces de describir cualquier sentimiento, situación e historia, incluso las más abstractas y complejas. Resultado que no ha sido una casualidad o una excepción, sino el mayor logro de muchos maestro de esta forma

La palabra clave, por tanto, al hablar de La Tortue Rouge, es descripción en imágenes. Una descripción a la que no le importa perder el tiempo en ser exhaustiva y que en ocasiones roza la obsesión. La isla en la que el protagonista naufraga es descrita con tal lujo de detalles que llega a convertirse, por el periodo que dura la película, en el propio hogar del espectador. Un lugar que no sólo se cartografía espacialmente, sino temporal y psíquicamente. Describiendo los sutiles cambios de luz y color que se producen a lo largo del día y según cambia el tiempo atmosférico, pero manteniendo una continuidad, una personalidad, para cada una de las regiones que la componen. La infinutud acogedora de las noches, la insondable profundidad del mar, el calor abrasador de lsa playas, la protección umbría de los bosques de bambú, la amplitud reconfortante de las praderas, la adusta seriedad de los farallones rocosos.

Belleza natural rayana con el preciosismo, pero que no se encasilla y agota ahí, sino que es el recipiente, la redoma, de donde Dudok de Wit destila su habitual misticismo. Porque esa isla, al final, termina por ser un trasunto de nuestra vida, un lugar donde hemos sido arrojados, sin explicación alguna ni escapatoria posible - excepto arriesgarse en la amplitud aniquiladora de un mar indiferente - pero que al final acabamos por aceptar. Incluso por amar, como si hubiera sido creado exclusivamente para nosotros y no existiese otro mundo - ni siquiera otros horizontes - que aquéllos exíguos y estrechos en los que se desarrolla nuestra existencia diaria.

Hasta que la muerte venga a liberarnos, sin ofrecernos tampoco respuestas o explicaciones. Sin que haya otra justificación, otra recompensa a nuestra existencia, que el haber vivido con plenitud. 

A pesar de todas las dificultades, miserias y calamidades

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