Faraon, película polaca rodada en 1966 por Jerzy Kawalerowicz, es una obra a la que le tengo especial cariño. Pertenece a mis recuerdos de infancia de los años 70, de cuando la proyectaban periódicamente en el programa de debate, La Clave en el segundo canal de los dos únicos que existían entonces. No sé en que estarían pensando mis padres al dejar que me tragase, junto con ellos, estas obras que hoy asustarían a más de uno por su densidad, su frialdad y su lentitud, pero lo cierto es que las veía con total devoción, de cabo a rabo sin apenas pestañear, de manera que aún hoy me quedan en el recuerdo escenas completas. En blanco y negro, eso sí, puesto que en mi casa no había dinero para costearse una tele en color.
Yo era muy pequeño entonces para darme cuenta de porque me fascinaban esas películas. Es sólo ahora, con mucho cine a las espaldas, cuando puedo formular el porqué de su diferencia. Aparentemente, sin otros datos con los que comparar, Faraón no parecía ser sino otra más de las muchas películas históricas sobre la antigüedad con las que nos bombardeaba regularmente el Hollywood de los cincuenta o el Cinecitta italiano de la misma época. Sin embargo, en esta película polaca nada había del oropel, la teatralidad y la opulencia de peplums y demás similares. Lo primero que llamaba la atención es que en en Faraon hacía calor, mucho calor, que los personajes estaban quemados y abrasados por un sol inmisericorde, que el polvo, la suciedad eran una presencia constante, que la pobreza de los que no pertenecían a la élite era inmisericorde e irremediable. Incluso ese mismo faraón tenía que trabajar duro, muy duro, por conseguir mantener la magnificiencia de su rango y el poderío de sus tropas. La primera, siempre al borde de derrumbarse. Las segunda siempre amenazando rebelarse.
Esta diferencia de aspecto tornaba el Egipto lejano y remoto que ilustraba la película en un lugar real. Un espacio en el que podríamos caminar y donde cada paso supondría un esfuerzo, en vez de revelarse como un escenario donde meramente se simulaba guerrear, gobernar y amar. Por otra parte, este realismo no sólo se limitaba al acabado visual, sino que se extendía a la trama y su desarrollo. En los peplum norteamericanos los conflictos eran de melodrama barato - X quería vengarse de Y porque Y había matado al padre de X o se había acostado con Z -, cuando no se intentaba dar una lección superficial de escuela bíblica para demostrar la verdad de la región cristiana en su versión protestante. En los italianos, por su parte, se tiraba por la borda toda verosimilitud histórica para servir un relato de aventuras que igual podía transcurrir en Roma, Arabia, el Renacimiento, en las Guerras Napoleónicas, el lejano Oeste o el futuro conveniente de la ciencia ficción.
No en Faraón, donde el tema es el poder, la ambición alcanzarlo y la riqueza que este granjea, objetivos a cuya consecución se subordina cualquier otro fin, actividad y placer. Los personajes se ven compelidos así a obtener el poder omnímodo de manera exclusiva, sin verse obligados a compartirlo con nadie, de manera que pronto se hallan divididos en bandos, reunidos por alianzas, englobados en partidos entre los que no puede haber reconciliación posible. Un combate durante el que no se dudara en recurrir a cualquier arma, soborno, engaño, manipulación, asesinato, si con ello se consigue abatir al contrario.
La película narra, por tanto, el largo forcejeo entre un joven faraón que busca reverdecer los laureles del pasado imperial egipcio - Make Egypt Great Again, se podría decir -, para lo cual sólo dispone de la vía de la agresión imperialista contra sus vecinos y de la lealtad del ejército, aunque esta dure lo que la soldada. Un objetivo con rasgos de megalomanía para el que necesita dinero, mucho dinero, lo que le pone en vía de colisión con una casta sacerdotal que poco a poco ha ido acumulando las riquezas de Egipto sin compartirlas con nadie más, al mismo tiempo que ocupaba parcelas crecientes del poder faraónico. Este clero, ahora, ante las imposiciones del Faraón, hará lo imposible para no verse despojada de su primacía y su poder económico. Aunque para ello deba humillarse, llegando casi hasta la traición, ante el enemigo asirio del norte, reducir el ejército egipcio reducido a un mero títere sin entidad alguno o incluso eliminar al propio faraón. Si es que es estrictamente necesario
Una visión del pasado, la de Faraon, radicalmente cínica, arromántica y desengañada, en donde todo ideal debe ceder ante la razón de estado, si no quiere ser pisoteado y violentado. Un film donde las simpatías están ligeramente del lado de joven Faraón, aunque éste no deje de ser un imperialista convencido cuyas campañas militaras sólo servirán para abrumar al pueblo con levas y requisas, pero que aún así resulta mucho más preferible que una casta sacerdotal preocupada sólo por mantenerse en el poder a cualquier precio y acumular riquezas sin darles utilidad alguna.
Cine político, en definitiva, de la mayor calidad. De una densidad conceptual y estética que poco tiene que ver con los globos de aire caliente que nos vendían y nos venden en el cine comercial.
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