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sábado, 10 de diciembre de 2016

El mito del hombre providencial

































































Desde que la vi por primera vez, allá en la época heroica de mi cinefilia, el Napoleón de Abel Gance figura entre mis películas míticas. La devoré con auténtico frenesí, con esa pasión abrasadora con que descubrí tantas y tantas películas del periodo mudo, cuyas imágenes parecían pertenecer a otro mundo estético distinto al de todas los filmes que había conocido hasta entonces, mucho más nobles, más importantes, más expresivos y comunicadores, a pesar de su silencio. Películas como la de Gance, o las muchas del cine soviético, o las de los expresionistas alemanes, o Dreyer y Sjostrom, o las de tantos otros, eran auténticas cataratas de imágenes, riadas visuales, tsunamis estéticos por los que me dejaba arrastrar, anegar y ahogar, hasta terminar físicamente agotado. Literalmente.

Ha llovido mucho desde entonces. La vejez ha adormecido mi sensibilidad, o como poco mi entusiasmo y entrega, de manera que ahora, al ver esas películas, es sólo el recuerdo, el poso imborrable de estremecimiento que dejaron en mí,  el que me permite y adentrarme en ellas, encontrarlas y encontrarme. Por otra parte, esa manera que tanto me sorprendía por oposición al clasicismo hollywoodiense, se ha convertido en moneda corriente de la publicidad y los vñideos musicales, incluso en las aceleradas superproduciones actuales que tanto me asquean y hastían, de manera que me veo obligado, por convencimiento propio, a odiar en unos lo que admiro en otros. Sin olvidar que a esa sorpresa primera, propia de quienes descubren inesperadamente un mundo distinto al de su cotidianidad habitual, se ha visto sepultada por gruesos estratos de conocimiento posterior, que han venido a corregirla, incluso a desmentirla.

En el caso de Napoleón, por ejemplo, la imagen visual de la revolución que se nos ofrece es tan verosímil, tan convincente y próxima, que durante largo tiempo creí que lo mostrado en ella había sucedido así y no de otra manera. Sin embargo, escenas claves del filme, tanto por su audacia técnica como por su abrasador entusiasmo, son completamente falsas. La Marsellesa no se cantó por primera vez en el club de los "cordeliers", presentada por Rouget de L'Isle y jaleada por Dantón, sino que fue traída, como su propio nombre indica, por los voluntarios marselleses que sirvieron de detonante al asalto a las Tullerías en agosto de 1792. Incluso el propio Napoleón consideraba ese himno revolucionario como sospechoso y subvesivo, llegando incluso a prohibirlo siendo emperador, aunque los ejércitos franceses siempre recurrieran a él como último recurso para salir de situaciones desesperadas.

El caso de la Marsellesa es sólo un ejemplo, más notable por el lugar central que esta canción tiene en la película de Gance, pero no es el único. El director se preocupa también por disociar a su héroe del Terror jacobino de 1793-94, convirtiéndolo en una víctima de la persecución, cuando en realidad Napoleón fue encarcelado no por Robespierre, sino por el Directorio, que lo consideraba, curiosamente, de simpatías jacobinas. Asímismo, durante la crónica del intento de golpe de estado realista de 1795 que estuvo a punto de tumbar ese mismo Directorio, Gance nos hurta que Napoleón hizo disparar con metralla contra la multitud en Saint Roch causando varios cientos de muertos. Quebrando así el ímpetu de los rebeldes, cierto, pero en contraste con su imagen de pacificador y de protector de todos los franceses.

Estas modificaciones, obviamente, no hacen de menos a la grandeza de una película como Napoléon, aún mayor en la versión restaurada que ha publicado el BFI británico recientemente, pero sí deben recordarnos que Gance actúa conscientemente como propagandista de la leyenda Napoleónica, por entonces con más de un siglo de existencia y con carácter de auténtica religión en algunos casos. Ese doble papel de Napoleón como militar racional, ciéntifico, pero elevado a los altares como santo laico, se muestra muy a las claras en la "nueva" versión restaurada, en donde figura una escena turbadora en la que un personaje construye un altar dedicado a Napoleón, a quién reza todos los días; pero era también perceptible en la versión "antigua", la de tres horas de Coppola, donde la presencia del corso bastaba para doblegar voluntades, obrar auténticos milagros, e incluso, como en las capturas incluidas arriba, su rostro se veía rodeado por un halo.

Éste aspecto es el más incómodo de la película de Gance vista ahora. No se trata de que que Napoleón se arrogue el papel de heredero de una revolución cuyos líderes se habían exterminado entre sí, como indica de nuevo la escena que abre la entrada. Esto formaba parte de la leyenda bonapartista desde el principio, según la cual el corso había venido a completar y corregir la obra empezada por los gigantes desaparecidos. Napoleón sería así el jacobino perfecto, pero sin sus excesos, e incluso habría esa misión de manos de los mismo Dantón, Marat y Robespierre. Eso sí, sin permitir iguales ni opiniones discordantes. Su figura estaría cercana, aunque sin llegar a sus extremos totalitarios, de los muchos dictadores del siglo XX, promotores mediante la violencia de ideologías supuestamente progresistas o al menos "nuevas". 


La versión de Gance es un ejemplo que prefigura el culto a la personalidad posterior de fascismos y estalinismos, pero debe servirnos de doble advertencia. La primera que ese culto no surge de la nada. El bonapartismo, como ideología casi religiosa, era ya viejo cuando Gance lo plasma en imágenes, mientras que el siglo XIX había creado la figura del héroe romántico, capaz de doblegar la realidad por sus sola fuerza de voluntad. Ojo por tanto, a quién se admira y qué hace con nuestra admiración, porque la segunda advertencia viene a contradecir todo lo que Gance nos había dicho hasta entonces. En la misma secuencia que vengo comentando, los fantasmas de la revolución hacen tres preguntas muy concretas a Napoleón. La última, si  el futuro emperador recordará que la traición a la revolución la volverá contra el mismo, a lo que éste, curiosamente no responde.

Gance y nosotros sabemos que las exaltadas ideas, el programa utópico con el que se termina el encuentro de Napoléon con la revolución no se mantendrán. Qué la república universal no será fundada, que Europa no será una formada por iguales, que las guerras no tendrán fin, y que el mayor culpable de esto será el propio Napoléon, ciego de ambición y orgullo.

Y sin embargo que ideas más inspiradoras y arrebatadoras. Tan dignas de luchar y morir por ellas. Las mismas que Europa lleva soñando desde hace dos siglos y medio, pero que sólo las tiranías llegan a plasmar en versiones deformes y monstruosas.

Las políticas de los años 30 y las económicas de este principio de siglo.

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