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martes, 20 de septiembre de 2016

El gozne (II)

Die große Cholerapandemie von 1830-1832, in der Georg Friedrich Hegel und  Graf Neidhart von Gneisenau umkamen, hat sich besonders tief ins westeuropäische Bewusstsein eingegraben. Die Rascheit der Invasion, ihre an einen mikrobiellen Mongolensturm erinnernde Annäherung aus Asien und die Hilflosigkeit der Opfer führten zu einer Dämonisierung der "neuen Pest". Die Seuche weckte Ängste: Ängste der Reichen von der Unterklassen, die als Transporteure des Todes galten, Ängste der Armen,  von der Obrigkeit vergiftet zu werden, die damit das Problem der Arbeitslosigkeit lösen wollte, Ängste vor der neuerdings als "primitiv" gesehenen Orient, dem sich die "zivilisierte Welt" seit wenigen Jahrzehnten so unvergleichlich überlegen fühlte und der nun seine fortdauernde subversive Kraft bewies. In England, Frankreich und Deutschland versuchten Mediziner sich auf ihre Ankunft vorzubereiten, nachdem die ersten beunruhigenden Nachrichten aus Russland eingetroffen waren. Man wusste nicht über die Ausmaß und Wege der Ansteckung und über mögliche Gegenmaßnahmen; die genausten Beschreibung der Cholera, die es gab, stammten von britischen Ärzten in Indien, waren aber im Europa wenig zur Kenntnis gekommen werden.

Jürgen Osterhammel, La Transformación del Mundo

La gran pandemia de cólera de 1830 a 1821, en la que murieron Georg Friedrich Hegel y el conde Niedhart von Gneisenau, se ha instalado profundamente en la consciencia de Europa occidental. La rapidez de la invasión, próxima en el recuerdo a una invasión mongola bacteriana, y la impotencia de las víctimas condujeron a la demonización de la "nueva Peste". La plaga despertó miedos: miedo de los ricos frente a los desposeídos, que se consideraban transmisores de la muerte, miedo de los pobres a ser envenenados por las autoridades, que así querían solucionar el problema del desempleo. Miedo a un nuevo estado de cosas que probaba así la continua fuerza subversiva de un Oriente visto como "primitivo" y que se sentía superado como nunca antes desde hace unos pocos decenios por el "mundo civilizado". En Inglaterra, Francia y Alemania los médicos intentaron prepararse frente a su llegada, tras recibir las primeras noticias intranquilizadores de Rusia. No se conocía la virulencia, los modos de contagio o las probables contramedidas, las descripciones que había más precisas del Cólera procedían de los médicos británicos en la India, pero no habían llegado a ser muy conocidas en Europa.

En su estudio de los goznes o umbrales que tuvieron lugar en el siglo XIX y que distinguen al mundo moderno industrial tecnificado del premoderno, Osterhammel analiza en gran detalle uno que suele pasar desapercibido en las narraciones históricas habituales: La enfermedad y las pandemias. La historia factual, incluso la social y económica, demasiado preocupada por las convulsiones de la élite, las crisis económicas o los cambios repentinos, suele olvidar con demasiado frecuencia la descripción de la vida cotidiana en tiempos pasados. No ya los actos habituales, sino el modo en el que esas personas ya muertas contemplaban su vida, su desarrollo y, por supuesto, su posible final. Una muerte que para estos habitantes del pasado venía y era esperada debido principalmente a enfermedades infecciosas. Con bastante frecuencia en el transcurso de una pandemia.

El concepto de la epidemia mortífera es algo que hemos olvidado en nuestras sociedades opulentas, incluso en los países desarrollados. No es que no siga habiendo enfermedades infecciosas, como la Tuberculosis, pero la existencia de medidas profilácticas, vacunas, antibióticos y sistemas sanitarios casi universales, permite contener su propagación y mantener a raya su virulencia. Enfermedades como el SIDA, las muchas hepatitis o la tuberculosis quedan reducidas en la memoria a un lento goteo limitado a grupos de riesgo. Un peligro que no nos va a afectar a nosotros, quienes no pertenecemos a esas minorías desfavorecidas, incultas o con conductas de riesgo. Sólo habría una excepción que nos retrotraería a esos tiempos premodernos: el ébola, pero por ahora esta epidemia es sólo cuestión de africanos subdesarrollados.

¿Qué es lo que asemeja al ébola - o la amenaza de la gripe aviar - con las pandemias mortíferas de antaño? Primero su universalidad y su carácter insidioso. Cualquiera puede caer enfermo de ellas, sin importar rango o riqueza, y normalmente solía afectar primero a las personas más próximas o que se ocupaban de cuidar a los enfermos. El resultado era, por tanto, un derrumbe del edificio social, de la (poca) solidaridad que pueda haber entre sus miembros. En esas situaciones, el enfermo no era, por tanto, alguien a quien hubiera que cuidar, intentando salvarse, sino que asumía la figura del repulsiva del apestado, alguien que ha dejado de ser persona, que se ha convertido en un peligro viviente y a quien había que aislar, encerrar y olvidar.

El recelo, el miedo y la sospecha se instalaban así entre los miembros de la sociedad, incrementados por el segundo factor de estas epidemias, la rapidez con la que se extendían, lo incontenible de su avance, la impotencia ante ellas. Ningún medio de defensa, incluso la huida, era efectivo, mientras que los pocos que daban resultado eran azarosos e impredecibles. La enfermedad, la plaga, adquiría rasgos de castigo divino o de fuerza de la naturaleza. Un poder que comenzaba su dominio cuando le apetecía, para asola y asesinar a su antojo, y luego desaparecer de manera repentina e inexplicable. La sociedad quedaba así paralizada, sin saber que hacer o a quien recurrir, fallidos todas sus herramientas y recursos. Cuestionados sus fundamentos y certezas, a veces, incluso irremediablemente.

El carácter de gozne del siglo XIX, tanto en Europa como en vastas regiones de Asia y África, es que es el último siglo de las grandes pandemias - y de las hambrunas, como ya veremos -. La última "big one" fue la epidemia de gripe de 1918, que causó más muertos que la Primera Guerra Mundial, pero que ha quedado un tanto desdibujada debido a su coincidencia con ese conflicto. Aún así, esa misma coincidencia con un tiempo de guerra ha permitido que esa epidemia siga siendo recordada, como parte de la narración del conflicto bélico, mientras que se olvida que uno de los rasgos del siglo XIX fue la repetición periódica de pandemias al modo antiguo: el cólera en Europa, la peste en Asia. 

Esas enfermedades se adueñaban de todo un continente, mataban a diestro y siniestro sin reparar en rango y riqueza - como el caso del rey Alfonso XII - y sobre todo no se podían romantizar y sublimar como se hizo con la tuberculosis, dado el grado de daño orgánico y descomposición física que provocaban en el enfermo - diarreas en el caso del cólera, los bubones en la peste -, llevándole a la muerte en cuestión de horas o días. En estos coletazos finales de las grandes epidemias, por otra parte hay una cierta ironía, puesto que las dos enfermedades protagonistas del siglo no lo habían sido anteriormente en las regiones que asolaban. La Peste era una enfermedad Meditarránea, mientras que el cólera pertenecía al ámbito asiático, situación que se invirtió en ese siglo

Esas epidemias "nuevas", como indica Osterhammel, provocaron un doble impacto en las sociedades que las sufrían. Por un lado, un sentimiento aún mayor de impotencia que en las tradicionales, ya que sus mecanismos de transmisión - y los pocos modos de defensas - eran completamente desconocidos. Los europeos estaban aconstumbrados a combatir la peste con la cuarentena, medio muy eficaz ya que se transmitía con parásitos, pero inútil en el caso del cólera, que dependía de la contaminación de las aguas para contagiarse. Asímismo, el hecho de ser nuevas y que pareciesen proceder del otro extremo del mundo sirvió para exacerbar el recismo y la xenofobía, El cólera parecía ser así una venganza de las estepas, una nueva reedición de las invasiones nómadas que tantas veces ya habían derribado los imperios sedentarios agrícolas.

Lo importante no es tanto el hecho de estas epidemias - Europa llevaba sufriéndolas desde milenios - sino el hecho de que fueron las últimas. Triunfo - o al menos contención - que se debió a dos factores principales. Primero una serie de descubrimientos casuales sin conocer la razón que las hacía efectiva, como fue la vacuna de la viruela por Jenner, para cuya transmisión al otro lado del Atlántico se utilizaron métodos ingeniosos. Muy efectivos pero que ahora nos asquearían, como era la inoculación sucesiva de los pasajeros, preferentemente niños, en los barcos que realizaban la travesía, para que al menos uno llegase con un almacén fresco de los virus. Otro descubrimiento fue la identificación en Londres, por medios estadísticos, del agua residual como agente de transmisión del cólera, lo que llevó a poner en práctica acciones más que necesarias de alcantarillado y conducción de agua, para evitar que llegasen a mezclarse.

Más importante aún fue la creación de una teoría de la enfermedad que señalaba a los infusorios como causantes de las enfermedades infecciosas. Identificar al agente bacteriano permitía cultivarlo, identificar los medios para combatirlo y, en el mejor de los casos, fabricar una vacuna. No es de extrañar que los últimos años fueran de búsqueda frenética de estas bacterias que amenazaban a la sociedad. Carrear en la que el ruso Yersin descubrió el bacilo de la pesta, mientras que el alemán Koch hacía lo propio con el de la peste.


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