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jueves, 4 de agosto de 2016

Nuevas visiones

Margaritas, Gustave Caillebotte
Cuando se piensa en el pintor impresionista Gustave Caillebotte, su obra suele quedar reducida a dos cuadros muy famosos: Los acuchilladores de Parqué y Calle de Paris, día lluvioso, ambas pertenecientes a la década de ruptura y triunfo de los impresionistas. Por otra parte, aunque ambas pinturas comparten la inmediatez y el gusto por la vida diaria de ese movimiento, su pincelada no deja de ser demasiado pulida para lo que Renoir o Monet estaban haciendo en esas mismas fechas. Caillebotte sigue terminando demasiado sus obras, a pesar de ser un moderno, lo que le coloca en una posición periférica del movimiento impresionista.

Precisamente lo que permite la otra - ya les hablé de la una - exposición abierta en la Thyssen, Caillebote, pintor y jardinero,  es romper esa dependencia de un pintor con sus obras más famosas, como si pintadas ellas, hubiera dejado de ser pintor, perdido para siempre su talento, su mirada y su brillo. Lo que se descubre en esta exposición, por el contrario, es un artista que siguió buscando  caminos nuevos, aunque estos le apartasen de lo que se consideraba su mejor producción. O quizás debido precisamente a esto, y no le quedase otro remedio que huir de sí mismo para evitar ser encasillado y malinterpretado, como desgraciadamente ocurrió con el juicio de la posteridad.
Así, la exposición nos descubre un Caillebotte que se aparte de sus paisajes ciudadanos de los setenta y busca su inspiración en el paisaje que rodea su propiedad campestre, llegando incluso a restringirse a la observación y representación de su jardín y las flores que en él crecían. Una evolución muy similar a la de Monet, que no llega, obviamente, al grado de depuración y experimentación estética de éste, pero que no por ello, por quedarse corto, deja de tener menos interés. Simplemente porque Caillebote jamás pretendió ser un genio del arte, ni revolucionar su práctica, sino crear objetos bellos. Tarea en la que triunfó plenamente.

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Ese triunfo debe ser recalcado, porque si hay algo difícil pictóricamente, es la pintura de flores. Con demasiada facilidad se suele caer en la cursilería, ya que las flores son objetos bellos de por sí, por lo que una pintura de flores deber serlo también necesariamente. Por otra parte, también es demasiado sencillo caer en la especialización hipertrofiada, al estilo de los pintores de género holandeses, capaces de pintar bien caballos, bien árboles, bien casas a la perfección, pero sólo un tipo de objetos y ningún otro.

Caillebotte sortea estos dos peligros de manera airosa. Primero, porque él ya es un moderno y por tanto es la técnica la que manda en su pintura y la que realmente la hace valída. Ese formalismo se traduce en dos detalles esenciales, la pérdida del miedo a dejar incompletas, inacabadas sus pinturas. A esto se une su obsesión por restringir su paleta hasta convertirla casi en antinatural, aislando el verde en su pureza del resto de los colores, renunciando casi por completo a los amarillos, naranjas, cianes y turquesas.

Y respecto a su especialización, ésta no es tal, sino un ejercicio, como ya les decía, de depuración, que le llevó de la ciudad al campo, de exterior al interior, de lo grande a lo pequeño, del todo al detalle.

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