Mais que signifie la vie dans un tel univers ? Rien d'autre pour le moment que l'indifférence à l'avenir et la passion d'épuiser tout ce qui est donné. La croyance au sens de la vie suppose toujours une échelle de valeurs, un choix, nos préférences. La croyance à l'absurde, selon nos définitions, enseigne le contraire. Mais cela vaut qu'on s'y arrête.
Savoir si l'on peut vivre sans appel, c'est tout ce qui m'intéresse. Je ne veux point sortir de ce terrain. Ce visage de la vie m'étant donné, puis-je m'en accommoder ? Or, en face de ce souci particulier, la croyance à l'absurde revient à remplacer la qualité des expériences par la quantité. Si je me persuade que cette vie n'a d'autre face que celle de l'absurde, si j'éprouve que tout son équilibre tient à cette perpétuelle opposition entre ma révolte consciente et l'obscurité où elle se débat, si j'admets que ma liberté n'a de sens que par rapport à son destin limité, alors je dois dire que ce qui compte n'est pas de vivre le mieux mais de vivre le plus. Je n'ai pas à me demander si cela est vulgaire ou écoeurant, élégant ou regrettable. Une fois pour toutes, les jugements de valeur sont écartés ici au profit des jugements de fait. J'ai seulement à tirer les conclusions de ce que je puis voir et à ne rien hasarder qui soit une hypothèse. À supposer que vivre ainsi ne fût pas honnête, alors la véritable honnêteté me commanderait d'être déshonnête.
Savoir si l'on peut vivre sans appel, c'est tout ce qui m'intéresse. Je ne veux point sortir de ce terrain. Ce visage de la vie m'étant donné, puis-je m'en accommoder ? Or, en face de ce souci particulier, la croyance à l'absurde revient à remplacer la qualité des expériences par la quantité. Si je me persuade que cette vie n'a d'autre face que celle de l'absurde, si j'éprouve que tout son équilibre tient à cette perpétuelle opposition entre ma révolte consciente et l'obscurité où elle se débat, si j'admets que ma liberté n'a de sens que par rapport à son destin limité, alors je dois dire que ce qui compte n'est pas de vivre le mieux mais de vivre le plus. Je n'ai pas à me demander si cela est vulgaire ou écoeurant, élégant ou regrettable. Une fois pour toutes, les jugements de valeur sont écartés ici au profit des jugements de fait. J'ai seulement à tirer les conclusions de ce que je puis voir et à ne rien hasarder qui soit une hypothèse. À supposer que vivre ainsi ne fût pas honnête, alors la véritable honnêteté me commanderait d'être déshonnête.
Albert Camus, El mito de Sísifo
¿Pero qué significa la vida en ese universo? Nada menos que la indiferencia ante el porvenir y la pasión de agotar todo lo que se nos dé. Creer en el sentido de la vida siempre supone una escala de valores, una elección, nuestras preferencias. La creencia en el absurdo, según nuestra definición, muestra lo contrario. Merece la pena detenerse aquí.
Saber si se puede vivir sin vocación es todo lo que me interesa. No quiero salir de este terreno. Dando por supuesto este aspecto de la vida, ¿puedo encontrar un acomodo? Porque, ante esta preocupación particular, la creencia en el absurdo viene a reemplazar la calidad de las experiencias por su cantidad. Si me convenzo de que este vida no tiene otro rostro que el del absurdo, si siento que todo su equilibrio se sostiene por la perpetua oposición entre mi rebelión consciente y la obscuridad en la que se debate, si admito que mi libertad no tiene otro sentido que en relación a su destino limitado, entonces debo decir que lo que cuenta no es vivir mejor, sino vivir más. No tengo que preguntarme si esto es vulgar o repulsivo, elegante o lamentable. De una vez por todas, todo juicio de valor debe ser puesto a un lado a favor de los juicios de hecho. Sólo tengo que extraer las conclusiones de lo que puedo ver y no debo aventurarme en hipótesis. Si se supusiera que vivir así no es honesto, entonces la auténtica honestidad me exigiría ser deshonesto.
Les comentaba, en la primera entrada de esta serie, que L'Étranger me dejaba un poco frío, a pesar de su fama y de su importancia. Lo que le ocurría al protagonista de la novela me resultaba bastante lejano, incluso aunque parte de lo que el sentía y experimentaba era similar a mi manera de sentir y vivir en ese mundo. En concreto, esa extrañeza existencial que te hace sentir aparte del mundo, un cuerpo extraño en un organismo universal, del que pronto será rechazado y eliminado.
Sin embargo, me ocurre todo lo contrario con Le Mythe de Sisyphe. Cuando lo leí por primera vez - haciendo guardia de cuartelero en el servicio militar, no se lo pierdan -, me dio la impresión de estar escrito con fuego, de ser un torbellino que me arrastraba y consumía... con mi completo consentimiento y aprobación. Exagero, obviamente, pero aún hoy, desengañado y desesperanzado, me siguen quemando la mano los rescoldos que he encontrado en esta nueva lectura.
Simplemente, ocurre que la pregunta que se sigue planteando Camus en este ensayo sigue siendo la misma que me obsesionaba en mi juventud y a la que no he conseguido encontrar respuesta. ¿Por qué vivir? ¿Para qué nos obligamos a levantarnos todas las mañanas, realizar un trabajo, relacionarnos con nuestros semejantes? ¿Que sentido tiene este afán de simular que somos felices y que la existencia tiene un sentido? Porque si no lo tiene, y para Camus y para mí la respuesta es completamente negativa, la única acción lógica y honorable es la del suicidio.
Poner término a este ridículo e infructuoso caminar en círculos al que nosotros mismos nos hemos condenado.
De nuevo, esta postura puede parecer extrema e injustificable, pero para Camus y para mí se basa en un axioma indemostrable, pero al mismo tiempo evidente: El mundo es absurdo, Dios no existe, a la naturaleza le somos indiferentes. El único ser dotado de consciencia y de raciocinio somos nosotros, pero el resto del universo carece de ella y, por tanto, de sentido y finalidad. Carece de un lugar que este destinado a nosotros y colme nuestros afanes, se llame cielo o infierno. Este vacío existencial es una verdad incómoda que no queremos aceptar y por ello buscamos todo tipo de engaños, de salidas y excusas que eviten que llevemos esa premisa hacia su necesaria conclusión lógica: el suicidio.
Ese esfuerzo por maquillar el horror se extiende, como muy bien señala Camus, incluso a los que han hecho de su estudio el objeto de su filosofía. La mayoría de los existencialistas decimonónicos - y muchos del siglo XX - han buscado una puerta falsa por donde escapar a la condena de vivir en el absurdo, de manera que al final termina por admitir la existencia de un algo o un alguien superior a todos nosotros. Una entidad, sea Dios, Mundo o Ciencia, que cree un orden en el caos, dote de razón a ese absurdo. Que nos ofrezca, en definitiva, un fin concreto al que dedicar nuestra existencia, dotándola de sentido y de finalidad. Evitando así que terminemos con nuestras vidas mañana mismo.
Sin embargo, lo que Camus señala es que esos fines no son otra cosa que subterfugios, es decir, derrotas y rendiciones. El auténtico camino verdadero es aceptar el mundo tal y como es, como un absurdo sin sentido, donde ninguna de nuestras acciones sirve a fin alguno, ni conseguirá modificarlo. Es sólo con la dolorosa consciencia de nuestra soledad, de nuestra impotencia y nuestra ausencia de finalidad como encontraremos la respuesta a la pregunta inicial. Paradójicamente, no una invitación al suicidio, sino a permanecer en esta vida.
Suicidarse, para Camus, es otra derrota, otro subterfugio. Sería buscar una salida al absurdo existencial por el medio de eliminarse a sí mismo de este mundo sin sentido. Lo que hay que hacer, por el contrario, es enfrentarse a ese mundo, vivirlo en toda su extensión y profundidad, sin sentirse limitado ni obligado por norma alguna, puesto que no existen. Los modelos vitales, por tanto, son aquellas personajes que vivieron y viven al margen de la sociedad, obrando su voluntad a su antojo y sin restricciones, independientemente de que su destino se viera coronado por la victoria o truncado por la derrota.
Porque no es la recompensa o el castigo lo que da sentido a la vida - no hay fines y aunque los hubiera no podríamos valorarlos, considerar unos preferibles a los otros - sino vivirla, aprovecharla al máximo, según nosotros juzguemos o consideremos. De ahí que, concluye Camus, haya que considerar a Sisifo feliz. Desde el momento en que niega que su eterno cargar una piedra para que vuelva a rodar hasta el punto de partida, sea una condena, sino su propia esencia y misión, puesto que le permite vivir y sentirse vivo. Un acto de rebelión absurdo y sin sentido que torna así en inofensivo e inoperante el supuesto castigo con que los dioses han querido quebrar su voluntad.
No es extraño que ese modo de filosofar, mejor dicho de aplicar la filosofía a la vida, sea tan atractivo a la juventud. Tanto en tiempos de Camus y la resistencia contra el nazismo, en los míos que vieron la muerte de las ideologías, o en éstos nuevos a los que ya no pertenezco. Tampoco es extraño que el capitalismo y las técnicas de motivación laboral hayan querido pervertir estas enseñanzas, quedándose sólo con la rebelión - la disrupción que dicen ahora - y la entereza y firmeza de carácter. Pero esto, como bien dice Camus, no es más que otro subterfugio, otra huido puesto que está sometido a la obtención de un bien: fama, riqueza y poder.
Y ya sabemos que los fines y sus recompensas no existen.
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