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sábado, 2 de julio de 2016

Los laberintos de la ciencia (y VII)

Any principal opposition  may arise from two different standpoints. The first one is more emotional than rational , at least in the sense that it withholds its consent to revolutionise the human organism without accepting any "biotechnological" arguments. It considers the human form the way it is today untouchable, even if it admits that this form suffers from various weaknesses. It is because even those weaknesses, both physical and spiritual have turned into values in the course of the historical development. No matter what form it takes, the outcome of autoevolutionary activity would dictate that man is to disappear from the surface of the earth. In the eyes of his "successor", he would become a dead zoological term, just as the Australopithecus or the Neanderthal are for us today. For an almost immortal creature, which would be in command of both its body and the environment, the majority of eternal human problems would not exist. A biotechnological revolution does not just therefore mean annihilating the Homo Sapiens, but also its spiritual legacy

Stanislaw Lem, Summa Technologiae

Cualquier oposición principal puede surgir de dos diferentes posturas. La primera es más emocional que racional, al menos en el sentido que retira su consentimiento a la revolución del organismo humano sin aceptar ningún argumento biotecnológico. Considera que el cuerpo humano es intocable, en su forma actual, incluso cuando admite que sufre de diferentes flaquezas. Esto es porque esas flaquezas, tanto físicas como espirituales, se han transformado en valores durante el curso de la historia. Da igual el modo que adopte, el resultado de cualquier actividad autoevolutiva dicta que el hombre desaparezca de la faz de la tierra. A ojos de sus sucesor, se convertiría en un termino zoológico muerto, como los son los Austrolopitecos o los Neandertales para nosotros hoy. Para una una criatura casi inmortal, en control de su cuerpo y de su entorno, la mayoría de los problemas humanos no existirían. Una revolución biotecnológica no significa unicamente aniquilar al Homo Sapiens, sino también su legado espiritual.

Al final de la entrada anterior, Lem había llegado al límite absoluto del desarrollo científico: la creación de mundos autónomos habitados con sus propias leyes físicas, que no tenían por que ser las de nuestro universo. Parecía que no se podía ir más allá, tras haber creado granjas de teorías físicas y universos virtuales para nuestro solaz y disfrute. Quedaba oculto, no obstante, un paso por dar. La aplicación de estas herramientas metamórficas a nosotros mismos, para modificar y "mejorar" nuestros cuerpos y mentes. Lo que hoy se conoce como transhumanismo y singularidad cibernética.

¿Pero es posible esto? ¿Se puede llegar a conseguir un ser humano "mejor", más inteligente y con un mejor diseño corporal y psíquico? ¿No debería haber llegado ya a ese nivel de perfección la evolución antes que nosotros y creado, precisamente en nosotros, su obra maestra? ¿A qué utilizar entonces otras herramientas fuera de las de propia evolución? Ante estas preguntas que en realidad ocultan miedos, Lem responde de manera precisa y sencilla. La evolución no busca la perfección, ni la de la especie ni la de los individuos. Si esta fuerza, impersonal, ciega y aleatoria, "busca" algo, es simplemente que las especies se perpetúen y que vayan adaptándose cada vez mejor al medio que habitan.

Esta labor de refinamiento no se realiza mediante la invención de nuevas características corporales. La evolución nunca inventa, toma los diseños que ya existían y los va adaptando paulatinamente a las necesidades del momento. Este método significa que los errores existentes en diseños anteriores se van a ir manteniendo a lo largo de toda la historia evolutiva, en tanto que no imposibiliten la reproducción de los individuos. Es más, cualquier defecto en el plan que se manifieste después de lograda la reproducción no va a ser eliminado del registro genético, ya que ha superado el filtro de la selección natural. 

Por otra parte, el hecho de que la evolución no modifique nunca de manera drástica sus diseños, al contrario que nosotros en nuestros avances tecnológicos, significa que si el entorno se modifica de manera repentina, las propias adaptaciones antes perfectas, pero ahora perjudicales van a llevar a las especies a la extinción. Simplemente porque la evolución es incapaz de sacarse soluciones de la manga y aplicarlas de manera inmediata. Sólo si en la población existían rasgos minoritarios y residuales, incluso nocivos, que ahora se revelan beneficiosos, esa especie se salvará, continuará existiendo, en otra forma nueva.

Parece claro que podemos mejorar el diseño que la evolución ha creado para nuestro cuerpo. De hecho lo estamos haciendo ya, a base de implantes, prótesis, medicinas y estimulantes, solo que no en la medida ni en la profundidad que nos lleva a la singularidad predicada por los profetas del transhumanismo. Sin embargo, sabemos muy bien los defectos del cuerpo humano, aunque no conozcamos aún el método, la clave tecnológica para resolverlos. Este desconocimiento científico es ahora mismo el único impedimento que media entre esas posibilidades y su aplicación masiva. Como dice Lem, ningún saber puede ser desaprendido voluntariamente, a menos que se torne anticuado. Si es válido y tiene aplicaciones, siempre será utilizado, pese a quien pesa. Y no parece ser que con el transhumanismo vaya a ocurrir lo contrario.

Sin embargo, persisten los reparos. El miedo y el rechazo. ¿Por qué?
El motivo es de peso, aunque obedezca más a razones viscerales que racionales. Cualquier otra revolución tecnológica ha sido en esencia cultural. Exigía que modificásemos nuestros patrones de pensamiento, nuestros hábitos y constumbres, pero no nuestros cuerpos. Los apetitos básicos del ser humano, reproductivos, alimentarios y de preservación, continuaban rigiendo nuestras acciones aunque bajo otras formas. De esa manera, a pesar de las distancias en el tiempo y el espacio que separan a las diferentes civilizaciones terrestres, seguíamos pudiendo comunicarnos con ellas. entenderlas, aunque fuera imperfectamente. Sentirnos parte de su devenir y de sus deseos.


Lo que promete el transhumanismo es una modificación radical del cuerpo y la mente humana. Un proceso en el que ambas dejarían de ser humanas, mejor dicho dejarían de regirse por los parámetros humanos a los que estamos aconstumbrados y que reconocemos desde el pasado más remoto. No haría falta mucho  para conseguirlo, bastaría con aumentar nuestro lapso vital, atenuar el proceso de envejecimiento, modificar los métodos reproductivos, para que ese ser antes humano dejase de serlo. Física e intelectualmente. Sólo porque ya sería incapaz de entender nuestros miedos y afanes, al igual que nosotros no comprendemos los de las hormigas.

Se habría situado así en otro nivel de inteligencia, sin que esto significase que nos guardase rencor, ni pretendiese dominarnos. No, seguramente le seríamos indiferentes, como nos lo son las muchas especies de pájaros que habitan en nuestras ciudades. Nos habríamos tornado en una especie más, irrelevante para los nuevos amos de la creación, que ni siquiera tendrían que buscar activamente nuestra extinción. Ésta se produciría de manera lenta y paulatina, pero inexorable, a medida que nuestro ecosistema fuera deviniendo el suyo. Incluso, si tuvieran consciencia ecológica, podríamos quedar algunos conservados en reservas naturales, para que nuevas generaciones de transhombres pudieran conocer a sus antepasados evolutivos, ya que nosotros no conocimos a Australopitecos y Neandertales

Eso es, precisamente, lo que nos da más miedo. Desaparecer. Física y espiritualmente, hasta que no quede nada de nuestra cultura, porque a nadie le importa ya. Y hacerlo no tras una lucha gloriosa, como en los filmes de Hollywood, sino tras una larga decadencia, semejante a la agonía.

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