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sábado, 11 de junio de 2016

Paisajes Musicales Inexplorados: Koechlin (y XXVIII)




En mis últimas entradas sobre la música del siglo XX les había hablado de la extraña reivindicación reciente de Sibelius. Extraña porque la conversión en zantón de este compositor era una doble equivocación. Por un lado apelaba a un mundo musical ideal que no deja de ser semejante a esas catedrales neogóticas del siglo XIX, más perfectas y puras que cualquier auténtica catedral gótica. Por otro lado, porque era un menosprecio a todo compositor comtemporáneo, como Rihm, que intenta encontrar un camino transitable entre las ruinas del romanticismo musical y los desiertos de la vanguardia-

Además, esta pasión por Sibelius era una injusticia hacia muchos otros compositores coetáneos. De alguno, como Toch o Kreneck, ya hemos hablado, pero todos comparten una misma característica, el intentar navegar entre el solipsismo de la vanguardia y la estéril repetición de las formas románticas. Entre ellos, un compositor casi desconocido como Charles Koechlin, pero que merece, por méritos propios, figurar entre los más grandes.
Koechlin podría adscribirse a ese movimiento que denominamos como impresionismo músical. Comparte, con Debussy y Ravel, esa afinidad por las melodías delicuescentes, por la ambigüedad temática que conduce al estatismo. A una música que no busca alcanzar conclusiones, enfrentar temas de forma que su combate dialéctico nos haga alcanzar nuevas esferas de conocimiento, sino fijar y determinar el momento presente, hacernos conscientes del paso del tiempo y de la importancia de cada instante.

Como en el caso de Debussy, la música de Koechlin se caracteriza por divagar, por dar vueltas y revueltas, sin saber si tras esos vagabundeos existe realmente un destino o un centro que los una. Su estructura es, por tanto, expansiva y divergente, siempre a punto de desplomarse y disolverse. De ese fracaso y derroa, le salva tanto que este compositor es uno de los mejores orquestadores que hayan existido - su manual sobre las técnicas de orquestación sigue siendo uno de las referencias ineludibles - como que sus mélodias son de una indefinible belleza.

Indefinible porque no son románticas ni clásicas. Apuntan a otro mundo, desligado de nuestra experiencia cotidiana y, sin embargo, cercano y accesible. Unas regiones etéreas donde podemos permitirnos el lujo de perdernos, sabedores de que no existe peligro alguno, de que podemos entregarnos al goce y al placer, sin que de ello se derive castigo, reprimenda o censura. Solo felicidad y plenitud, como si al fin hubiéramos alcanzado el paraíso.

Una belleza que no es la aconstumbrada, ni busca complacer al público, sino que se enreda en desviaciones y recovecos. Nos obliga a mantenernos atentos, a explorarla y comprenderla, a hacerla nuestra, propia y única. Una belleza, en fin, que nos urge a que forme parte de nuestras vidas, a que la acabemos y completemos una vez terminada la audición, a que nos siga acompañando en el camino de vuelta, en los ratos muertos y perdidos en los que nada más tenemos que hacer.

Música, en  fin, que no es callejóm sin salida, ni se refiere a estereotipos sentimentales, sino que apela a los nuevos usos, a los nuevos modos, a los nuevos disfrutes y placeres.

Como el cine y sus estrellas.

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