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sábado, 16 de abril de 2016

Anacronismos


Visitando la magnífica exposición que la Fundación Mapfre ha dedicado a la fotógrafa victoriana Julia Margaret Cameron me he dado cuenta que en mi memoria - y supongo que en la de la mayoría de los afcionados -, poco recuerdo hay de los fotógrafos del siglo XIX. Entre la doble invención que tuvo lugar en 1835 - Niepce y Dagerre en Francia, Fox Talbot en Inglaterra - hasta la irrupción de la modernidad y el fotoperiodismo a primeros del siglo XX, media un espacio vacío de casi tres cuartos de siglo, en donde sabemos que existe y se practica la fotografía, pero no la reconocemos aún como arte pleno, en posesión de sus recursos, sabedora de sus fortalezas y debilidades.

Aconstumbrados a la inmediatez de la instantánea, a la busqueda afanosa e irrenunciable por capturar el instante pasajero que define un momento, la fotografía decimonónica nos parece anticuada y caduca, demasiado formal y envarada, falsa en definitiva, para ser considerada otra cosa que curiosidad histórica, sin valor fuera de su carácter testimonial. A este rigidez contribuye, sin duda, la dificultad que el proceso fotográfico representó hasta finales del siglo XIX - auténtica causa de la tardía invención del cinematógrafo - y que se traducía en voluminosos equipos casi imposibles de transportar, tiempos de posado de largos minutos para conseguir un cliche decente, además de las dificultades en la reproducción y copia de las imágenes obtenidas.


Además de estos impedimentos técnicos, la fotografía se vio afectada por los intentos de sus promotores por respetabilizarla, transformándola en algo más que una mera curiosidad científica. El objetivo de muchos de los primeros fotógrafos fue así conseguir colocarse al nivel de la pintura seria - y ya sabemos lo que eso significaba a mediados del siglo XIX -, creando fotografías que emulasen los logros del otro arte más antiguo. En otras palabras, mediante la recreación de escenas sacras, pintorescas o históricas - o simplemente del retrato de burgueses satisfechos de serlo -,  se presentaban con composiciones cuidadas al detalle y una nitidez comparable a la del diamante.

Debido a esas ideas preconcebidas que se traducen en una oposición irreconciliable entre modos fotográficos, los colocados a ambos lados de la fecha de 1900, cuando nos encontramos con un fotógrafo antiguo - o primitivo - al que no convienen estas etiquetas, no sabemos muy bien qué hacer con él.

Como ocurre con Julia Margaret Cameron, fotógrafa tan inusual para su época que parece casi un anacronismo. 


No es que Cameron no sea hija de su tiempo. Sus fotografías pueden reducirse a dos géneros muy en consonancia con las inquietudes de su época: el retrato y la pintura de tema, ya fuera religiosa o histórica. Con esos condicionantes, nada haría presagiar que Cameron fuera a ser diferente, más si se tiene en cuenta que era mujer en un tiempo en que esa mitad de la humanidad era considerada de segunda clase, de forma que su actividad histórica no pasaría de ser considerada como entretenimiento - capricho, incluso - de una hija de buena familia. Intrascendente e itrrelevante,  Opinión que sería mantenida y defendida incluso hoy en día, por mucha igualdad de la que nos ufanemos.

Y sin embargo, ocurre lo contrario, La fotografía de Cameron es prácticamente inclasificable, inesperada, impensable en quien no debía tener ni la educación, ni los incentivos, ni la consideración para practicarlo y crearlo. No sólo su obra hace aparecer más anticuada y falsa la fotografía de sus contemporáneos, sino que ella misma podría confundirse con cualquiera de los fotógrafos que, mucho tiempo después, durante la cisura estética que les mencionaba, crearon la modernidad en el arte de la fotografía y, casi podría decirse, ese mismo arte.

Parte de esa condición de Out of Place Artifact de la obra de Cameron, se debe a la cercanía con que contempla y presenta a las personas que fotografía. Sin importar que representen a santas, poetisas o heroínas, los modelos de Cameron, mujeres en su inmensa mayoría, son personas de su entorno más cercano, con las que mantiene una relación sentimental tan estrecha que acaba por traslucirse en las fotografías. Sus modelos son naturales en su artificialidad - deliciosa paradoja - de manera que nos basta con mirar sus rostros, inquisitivos, implorantes, soñadores, misteriosos e inquietantes, sin que necesitemos saber a quién o qué representan.

Esa cercanía se ve subrayada porque, sea cual sea el tema representado, Cameron prescinde del fondo y los decorados,  reducidos a una obscuridad donde se funden y emergen sus personajes, o a decoraciones neutras abstractas, en total oposición a lo aconstumbrado en su tiempo, donde sí se consideraba necesario, esencial, crear una ambientación que guiase al espectador. La imagen queda desconectada así de la historia, liberada de lo accesorio, destilada en lo esencial: Los rostros y miradas, las expresiones y los ademanes de unos desconocidos, muertos hace ya más de un siglo, con los que de repente nuestro destino, nuestra actualidad, queda definitivamente enredada.

Una cercanía, por último, que se ve reforzada por la intervención del azar y la tosquedad. Cameron huye de la perfección, casi se podría decir que la aborrece. Para ella el encuadre ejemplar o el enfoque preciso son servidumbres, cadenas que cohartan su libertad creativa. Sus imágenes, por tanto, buscan el desenfoque, el movimiento borroso, el defecto en la placa. Las señas, en definitiva, de que lo que estamos viendo es la presencia verdadera de una persona realmente viva.

Con sus misterios y sus sombras. Con sus miedos e inquietudes.


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