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miércoles, 23 de marzo de 2016

¿Filiaciones auténticas?

Emilio Longoni
Lo primero, un tirón de orejas a la Fundación Mapfre, ya que ha decidido empezar a cobrar la entrada a sus exposiciones, de manera que sólo queda ya como gratuita la Juan March. Si a eso unimos los elevadísimos precios del Prado y el timo reciente de las entradas conjuntas de la Thyssen, es fácil comprobar que nos hemos movido a un modelo en el que el arte se considera un privilegio para los que saben o un reclamo para turistas, no un bien común a disposición de los habitantes de un país... concepto que se reserva para la basura televisiva, los toros y las procesiones religiosas.

Dejando a un lado las jeremiadas sobre los tiempos que nos han tocado vivir, cada vez más similares a esas democracias para privilegiados tan típicas de la transición entre el siglo XIX y XX, les confieso que tengo sentimientos encontrados sobre la última exposición de la Mapfre: Del Divisionismo al Futurismo. No es que la intención de esta muestra no sea clara, ya que se intenta cubrir el vació entre el impresionismo-que-no-fue de los Macchiaioli italianos de mediados del XIX, ilustrado en una exposición anterior, con la explosión futurista en los años previos a la Primera Guerra Mundial y el primer Fascismo.


En ese sentido, la exposición consigue esbozar la variedad de caminos de esos años de confusión artística que siguieron a la revolución impresionista y que concluyeron con la irrupción de las vanguardias y los ismos a principios del siglo XX. Se trata de un tiempo de vacilación entre lo antiguo y lo nuevo, donde alternan brillantes prefiguraciones del arte propiamente moderno, pero  restringidas a personalidades aisladas, sin tener continuidad alguna, frente a un afán por digerir ese arte del escándalo y la rebeldía, adaptándolo a las soluciones del pasado, tornándolo comercializable para una burguesía que no quería ser molestada en su dominio y seguridad social... pero que aún no había aprendido a utilizar ese arte de la novedad y de la insolencia como signo fehaciente de su prestigio y poder.

De manera adicional, la muestra también triunfa en reivindicar artistas medio olvidados, generalmente desconocidos fuera de su país, alineándose con ese afán tan postmoderno que intenta rescribir la historia de la modernidad sin reducirla a una sucesión de vanguardias. En lo que no acierta, en mi opinión, es en crear una relación de filiación, de secuencia necesaria, entre esos pintores finiseculares y los protagonistas de la explosión futurista. Una relación que existe de forma tenue, como es inevitable entre contemporáneos y generaciones sucesivas que es imposible que no se influencien, pero que no tiene ese carácter de paternidad, de modelo y guía que pretende hacernos creer la muestra.


Por ponerles un ejemplo, con muchos de esos pintores italianos ocurre lo mismo que con Joaquín Sorolla en España. El hecho de que este artista utilice los métodos impresionistas no le convierte en un pintor de vanguardia, mucho menos en un renovador o un visionario. Se trata, simplemente, de un pintor clásico que utiliza esos nuevos modos para mantener vivo un estilo que ya era caduco, de manera que en esa adaptación se produce un limado de las asperezas de la modernidad que la hace palatable para un público acomodado y conservador.

La idea central aquí es precisamente esa eliminación de los rasgos más agresivos de los estilos vanguardistas, en concreto del divisionismo que da nombre a la exposición. Si se compara lo que estos pintores italianos finiseculares estaban haciendo con la manera de un Seurat o de un Signac, se comprueba claramente que en ellos predomina un afan por contentar en lo estético - aún cuando el tema sea polémico, en el caso de los pintores del realismo social - que contrasta con las audacias y la fiereza de los puntillistas franceses... o de los mismos futuristas itialianos antes de descubrir que lo eran.

En concreto, en las obras premanifiesto de los futuristas, de las que la exposición ofrece una magnífica selección es evidente que comparten el mismo afán estético que había obsesionado a los más avanzados y con talento de entre los postimpresionistas - incluso a muchos de los que se llamaban a si mismos simbolistas - y que luego recogerían los expresionistas de principios del siglo XX, antes de cederlo a las múltiples abstracciones que les siguieron. Se trata, por supuesto, de la autonomía del color, de la renuncia a usarlo para representar la realidad de forma fotográfica, fuera mediante mezcla de tonalidades en la paleta - la pintura clásica - o en el ojo - el puntillismo -, sino para expresar el mundo interno del artista, los sentimientos privados y personales que le producía la observación de una escena. 

Un cambio de perspectiva entre exterior e interior que inevitablemente lleva al choque y al conflicto, a la utilización de colores agrios y discordantes, disonantes y desequilibridados, al contrario de la unificación y atenuación común en el arte anterior. Un giro determinante y definitivo que se ve acentuado - requerido, casi - cuando el objeto del cuadro dejan de ser los ambientes pastoriles o las transfiguraciones religiosas, para narrar el mundo moderno, la ciudad, la industria y las máquinas.

O la masa, como actor determinante del curso político.

Luigi Russolo

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