Les he señalado ya, en otras entradas de esta serie, como hacia 1970-1980, se produce un movimiento de retroceso y alejamiento, dentro de la música "clásica", respecto a la vanguardia musical que había estallado en 1908 y teñido el resto del siglo XX. No es la primera vez que se producía algo similar, como fue el caso del neoclasicismo de los años 20, pero al contrario que en aquel tiempo, esta nueva "appel à l'ordre" se ha revelado como algo permanente y duradero, de mucha más enjundia, entidad, profundidad e influencia que su predecesor de principios del siglo XX.
Esos neoclasicismos de los años 20, como su propio nombre indica, supusieron una reacción de contención frente a una vanguardia cuya fuerza parecía incontenible. Una motivación negativa, de resistencia, que buscaba sus modelos en el pasado ideal de la música del siglo XVIII y que por ello mismo nacía sin vida, al tornarse aquellos referentes del pasado en meras cáscaras vacías, a las que no se sabía muy bien como llenar de contenido, mucho menos de vitalidad y energía. No es de extrañar, por tanto, que muchos compositores que abrazaron este neoclasicismo o se vieron obligados a ello, en realidad terminarán haciendo músicas muy a su modo, cultivando diferentes vanguardias más o menos confesas, mejor o peor disimuladas. Su música era así tanto mejor cuanto más traicionaban esos objetos de su ideal, como ocurrió con Stravinski... o como pasó con Sostakovich
Muy distinta, sin embargo, es la postura de la segunda "reacción" de finales del siglo XX. La diferencia se halla en que estos nuevos compositores ya han visto todo lo que puede dar de sí la vanguardia e incluso han participado consciente y deliberadamente en ellas. De hecho, su grado de involucración ha sido tal que se puede decir que han tenido que abandonar la abstracción característica de la modernidad porque manteniéndose en ella eran incapaz de comunicar lo que sentían, así como transmitirselo a su publico. La vuelta a las formas clásicas y la elección de modos más "sencillos", en el sentido de inteligibles, se convierte así en una necesidad estética imperiosa para estos compositores, una orden interior al modo Kandinskiano, el único medio que les queda para poder expresar en notas sus laberintos espirituales.
Un caso del que ya les he hablado es el de Schnittke, impelido a apresar toda la música anterior en sus partituras, aunque fuera de forma deformada para representar así el caos intelectual del final del siglo XX. Ocurría lo mismo con Pärt, cuya conversión religiosa le obliga a encontrar una forma musical, un canto gregoriano para el siglo XX, que le permita trasmitir esa iluminación transcendente encontrada al resto de seres humanos. Y es, finalmente, el caso de Einojuhani Rautavara, cuya obra parece situarse entre dos mundos, en el de un clasicismo impecable, casi gélido y paralizante, que sin embargo sirve de puerta de entrada a universos infinitos, tanto por las posibilidades que en ellos se vislumbran, como porque la corta duración de su obras las deja simplemente apuntadas, para que el oyente las complete, siga soñando con ellas.
Un ejemplo de ese estilo expansivo de Rautavaara es la Sinfonía nº 8, titulada el Viaje. ¿Viaje a dónde, por qué y para qué? No lo sabemos, nunca lo sabremos, puesto que ese viaje, su experiencia y su recompensa, dependerá de cada viajero, de cada oyente, de su pasado, de sus expectativas. Discrepancia y deferencia entre las impresiones personales de cada cual que se debe también a que lo que Rautavaara ilustra en sonidos tampoco es un viaje, sino más bien una arribada, el momento en que han quedado atrás todos los peligros, todas las penalidades, de manera que el destino de nuestros trabajos ya está ante nuestra vista, a nuestro alcance y sólo queda reunir las últimas fuerzas, dar los últimos pasos y entrar, en triunfo, en aquel lugar que tanto ansiamos, por el que tantos sacrificios realizamos.
La música de Rautavara adopta así rasgos de apoteosis, o más bien de transfiguración, de ascenso y fusión con otra esfera superior y transcendente, cuyo contacto adquiere rasgos de éxtasis, goce y abandono absolutos, pero al mismo tiempo, dolorosos y dramáticos, como si ese placer fuera indisociable del dolor. Un concepto que es aún más perceptible en una obra anterior, Angel of Dusk, aún a medio camino entre la vanguardia y el neoclasicismo que no es tal tan caracteristico de Rautavaara, donde frente a la apoteosis serena y readiante de El Viaje, se ilustra una gloria cargada y cruzada de tensiones y dramatismos, dolorosa y frágil, pero no menos perdurable y victoriosa.
La visión en definitiva, de un auténtico ser celestial, cuya presencia, su mirada y su voz, no pueden soportar los mortales, bajo pena de ser aniquilados por su poder divino.
La visión en definitiva, de un auténtico ser celestial, cuya presencia, su mirada y su voz, no pueden soportar los mortales, bajo pena de ser aniquilados por su poder divino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario