Como ya les he comentado, llevo todo el verano y este otoño escuchando la magnífica selección de música del siglo XX contenida en este canal de youtube. El viaje ha merecido la pena - gracias mil a The Wellesz Company -, aunque sólo por aumentar mi colección en algunos autores esenciales que desconocía completamente, como el ruso Alfred Schnittke, y otros de segunda, caso del austriaco Ernst Krenek, a quien va dedicada esta entrada.
La música del siglo pasado, como bien sabrán, es una gran desconocida para la mayoría de los aficionados. No se suele incluir en en la programación de los conciertos, siempre centrada en el clasicismo del XVIII y el romanticismo XIX, y cuando lo hace es en forma de sus compositores más digeribles, Ravel o Sibelius, o entre los vanguardistas, Berg y el primer Stockhausen como mucho. Fuera de estas presencias, el resto de compositores esenciales, no digamos la gran masa de secundarios, han sido desterrados al limbo de las apariciones esporádicas y el registro grabado en LP o CD.
Este descuido es una gran pérdida para el aficionado y para los mismos intérpretes, ya que su ausencia del repertorio provoca tanto que el oyente no se aconstumbre a su audición y les pierda el miedo, como que los interpretes no lleguen a interiorizar esas partituras hasta hacerlas suyas, como ocurre con los grandes nombres del siglo XIX. El resultado es que ni oyentes ni instrumentistas tienen una idea clara de cómo deberían sonar, de cual debería ser su interpretación ideal. Toda interpretación de estas obras se convierte, por tanto, siempre en la primera, con el peligro de que la inexperiencia y el desconocimiento puedan llevarla al fracaso más absoluto.
Esto ocurre, por ejemplo, con los Cuartetos para cuerda de Krenek. Apenas hay ediciones suyas, casi todas agotadas o disponibles sólo en las tiendas de segunda mano, y las versiones que existen son muy discutidas y criticadas... hasta el extremo de ser rechazadas de plano. No puedo juzgar sí esto es cierto o no, no he pasado de nunca de ser un aficionado de oídas, sin apenas conocimientos técnicos ni experiencia interpretativa, pero sí puedo decirles que escuchar su serie de cuartetos ha sido una agradable sorpresa, casi una revelación. Especialmente con los los primeros - como el segundo, que encabeza esta entrada - escritos cuando Krenek tenía apenas 21 años y de una maestría y madurez que no es propia de alguien tan joven. Un talento que en su evolución posterior y en otras géneros como el sinfónico, se pierde y atenúa un tanto, como si el compositor perdiera el camino y la inspiración.
Este extravío y sequía tienen dos claras razones. Por una parte, Krenek pertenece a la gran nube de discípulos de Schönberg que formaron la Escuela de Viena. Entre ellos, aunque todos beban de la atonalidad del maestro, hay grandes diferencias, ya que si Berg y Webern adoptaron y continuaron las teorías del dodecafonismo establecidas por su maestro, otros, como Wellesz permanecieron en el mundo de la atonalidad o no dieron el salto hasta muy tarde, caso de Krenek... sin quedarse definitivamente en ese territorio nuevo, sino oscilando permanentemente entre ambos mundos.
Por otra parte, todos ellos, junto con un buen porcentaje de la vanguardia europea, vieron interrumpida su carrera por el auge del nazismo y la consideración de la atonalidad y el dodecafonismo como música degenerada. Unos decidieron permanecer en sus patrias, viéndose obligados a callar por completo, o a claudicar sin paliativos, medios seguros ambos de perder el talento y el genio. Otros, como Krenek, escogieron el exilio y, como plantas transplantadas, no pudieron florecer como les dictaban sus instintos y se vieron obligados a danzar al gusto de otros, como muchos que para sobrevivir tuvieron que componer melodías insulsas para películas banales de Hollywood.
Por otra parte, todos ellos, junto con un buen porcentaje de la vanguardia europea, vieron interrumpida su carrera por el auge del nazismo y la consideración de la atonalidad y el dodecafonismo como música degenerada. Unos decidieron permanecer en sus patrias, viéndose obligados a callar por completo, o a claudicar sin paliativos, medios seguros ambos de perder el talento y el genio. Otros, como Krenek, escogieron el exilio y, como plantas transplantadas, no pudieron florecer como les dictaban sus instintos y se vieron obligados a danzar al gusto de otros, como muchos que para sobrevivir tuvieron que componer melodías insulsas para películas banales de Hollywood.
La única excepción a este doble camino de fracaso, curiosamente, es Anton Webern, que permaneció toda la guerra en su Austria natal, componiendo sin mayores problemas durante la ocupación nazi, pero que tuvo la mala suerte de morir en los primeros días de la paz, alcanzado por los disparos de un centinela americano. Su desaparición, no obstante, fue una bendición, ya que Webern se convirtió en el modelo y ejemplo de toda la generación de músicos de postguerra, que admiraban su extrema concisión temática y su fervoroso rigor estético en la aplicación del dodecafonismo. Con el resto de sus coetáneos paso justamente lo contrario, pues poco a poco fueron cayendo en el olvido, a medida que sus voces callaban, perdían su musa, y se desconectaban cada vez más del sentir y caminos de las nuevas generaciones.
Así ocurrió con Krenek, cuya obra, ya en los EEUU y como docente, parece extinguirse hacia 1950, quedando lo mejor de su producción concentrada en los años de entreguerras y de guerra mundial. Una pena, porque su voz, sobre todo en los cuartetos tempranos, es especialmente poderosa, mezcla sin igual de audacias modernistas y romanticismo extremo, como es propio del expresionismo musical surgido en la Viena de 1900. De hecho, es precisamente en los cuartetos donde su inspiración va a brillar por última vez, con una pieza tan radical y tan extrema como el número 8 que aquí las pego, compuesto en 1980, ni más ni menos.
Otra de tantas obras coetáneas a mi juventud, de las que nunca llegué a tener noticia.
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