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sábado, 28 de noviembre de 2015

Los rostros, las personas, los abismos

Hermafrodito, Escultura Romana siglo II
Ya les he hablado en otras ocasiones de la curiosa especialización temática en la política expositiva de los diferentes museos y fundaciones madrileñas. En el caso del Caixaforum, esta institución se ha centrado en revisar el pasado de la humanidad según se manifiesta en los restos arqueológicos. Así, hemos podido visitar Egipto en varias ocasiones, el Asia Central, las culturas autóctonas del Africa occidental, el Tibet, el Afganistan preislámico, la cultura Chimu, Etruria, Teotihuacan, Súmer, o la antigüedad grecorromana, como es el caso de la exposición abierta ahora:  Mujeres de Roma.

Aunque este esfuerzo es más que loable, especialmente en un país que tan poco respeto tiene a sus yacimientos y restos arqueológicos, no siempre ha sido afortunado. En la exposición dedicada a Súmer, por ejemplo, se realizaban ímprobos esfuerzos para demostrar que los Sumerios, como entidad política o pueblo, no habían existido nunca, de manera que la propia lengua sumeria quedaba reducia a invento conveniente, lengua artificial para permitir la comunicación entre una amalgama gentes de muy diversos orígenes y lenguajes. Como teoría es intrigante y a pesar de su evidente radicalidad,  muy digna de estudio u consideración... sólo que no he logrado encontrar confirmación de que realmente se formule en esos términos o de cual es el grado de credibilidad que merece. La misma wikipedia, tan propensa a dar pábulo a las ideas más excentricas, guarda completo silencio sobre el tema.



Volviendo a la exposición que nos ocupa. No trata de quebrar ningún consenso académico, sino de ilustrar una cultura ya desaparecida mediante sus propias producciones. Aún así, a pesar de su contención ideológica y de la evidente calidad de las piezas que alberga, todas del Louvre parisino, no ha acabado de convencerme. La razón se debe a que su título apunta a un estudio de la situación de la mujer en la antigua Roma, basada en las representaciones que nos han llegado de esa época, pero pronto se convierte en una exposición sobre la imagen femenina en la antigua Roma. Dos definiciones aparentemente muy parecidas, que sin embargo tienen significados casi opuestos, ya que la muestra pronto se olvida de la mujeres reales, apenas relegadas a una sala primera donde se exponen sus retratos, para ofrecernos el típico muestrario de diosas, semidiosas, heroínas y monstruos.

No hay que esperar, por tanto, una exposición que muestre cómo vivían las mujeres de época romana, ni siquiera una que nos muestre en qué consistía la existencia de las mujeres de la élite, las únicas que han logrado dejar una impronta visible en la literatura y los restos arqueológicos. Lo que se tiene es una exposición sobre la idea que esa sociedad tenía de la feminidad, visión que, no se olvide, era formulada y expresada por los hombres para consumo de otros hombres. Una parcialidad que provoca, por ejemplo, que no se encuentre en su recorrido ni una sola estatua de Isis, divinidad femenina y de las mujeres por excelencia, ni de los muchos dioses y genios que debían ayudar a esa otra parte de la humanidad en sus ritos de paso, matrimonio y maternidad.

Retrato del Fayyum

Lo anterior no quiere decir que la exposición no sea interesante ni importante. Cualquier mirada a la antigüedad clásica lo es, especialmente cuando cada vez somos menos los educados en la falsa idea de que no había barreras entre nuestro presente y su pasado, sino que se podía transitar libremente entre ambos. Esa concordancia ideológica obviamente no existe, nunca lo hizo, y si pudiésemos tirar de máquina del tiempo y volar a cuando esas gentes eran el mundo, nuestra reacción variaría entre el más profundo rechazo y la incomprensión absoluta... lo que no quita que sigamos siendo capaces de leerlos y sentirlos como si fueran nuestros contemporáneos. Es decir, que nos emocione lo que nos cuentan esos muertos, para a continuación, sepamos convertirlo en parte de nosotros mismos, fundamento y razón de nuestra personalidad y existencia.

Parte de esa resonacia se debe a lo rico, fértil, amplio e inagotable que es ese mundo de mitos, símbolos e imágenes de la antigüedad grecorromana. Se puede estar en contra de los que nos cuentan, visto desde nuestra perspectiva cultural actual, pero aún así verse afectados, conmovidos por cómo se nos cuenta. Se puede observar sus creencias desde una perspectiva desapasionada, indiferente, teñida de la censura que otorga el saberse presentes frente a quienes no son otras cosa que pasado, para así dejar manifiesto bien a las claras, por ejemplo, como el mito griego de las amazonas no es otra cosa que un cuento interesado para mostrar como el orden social, en forma de sujección de la mujer al hombre, siempre acaba por imponerse, al ser derrotadas las indómitas guerreras rebeldes por los héroes griegos, Se puede obrar así, casi se debe, cierto, pero al mismo tiempo no puede uno substraerse, como también les debía ocurrir a los mismos griegos, a la fascinación por ese reíno de mujeres libres, sin amos ni señores, que una y otra vez consiguen hacer vacilar, cuando no seducir directamente, a los héroes más famosos y poderosos de la mitología, como Aquiles o Heracles.

Pero fuera de este poder de fascinación, esta el hecho de que pocas culturas, ni siquiera la nuestra, han sabido replicar con tanta perfección la maravilla del cuerpo humano. Sus estatuas parecen haber sido esculpidas en carne verdadera, de la que alienta y respira. Una ilusión hecha aún mayor, más real e innegable, por el hecho de no poder tocar esos mármoles, esos bronces. Porque tenemos que quedarnos a solas con nuestra vista, con las ilusiones que engañan nuestros ojos, sin poder confirmarlas o disiparlas utilizando el tacto y el contacto

Polimnia, Colección Borghese del Louvre

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