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martes, 24 de noviembre de 2015

Bajo la sombra del postmodernismo (XVIII)

Pues de eso se trataba: de paz refrendada en las elecciones y no de participación universal en la política. La construcción de un sistema político de carácter democrático no era, a pesar de aquellas reformas impulsadas por los liberales sagastinos, un asunto prioritario incluso para sus propios impulsores. El diseño de la constitución de 1876 se basaba en unos principios de básicos, que acabaron siendo las "piedras de granito" a las que estaba anclado el sistema: primacía de la corona en el juego político dentro de la práctica de la soberanía compartida y la doble confianza; existencia de dos grandes partidos dinásticos que se alternasen en el ejercicio del poder; y organización de la voluntad popular mediante una combinación de pacto y de clientelismo político. El precio a pagar por el turno, apodado ya entonces como "pacífico", fue el fomento de un doble pacto (de las élites entre sí y de éstas con los notables locales) y el falseamiento sistemático de los resultados electorales, como único medio de hacer compatible una alternancia que no podía depender de forma expresa de la voluntad ciudadana.

Ramón Villares y Javier Moreno Luzón, Restauración y Dictadura, Tomo 7 de la Historia de Esàña Fontana/Villares

 Sigo, como saben, revisando los tomos de la historia de España Fontana/Villares que ocupan el periodo 1808-1939, hasta que vuelvan a sincronizarse con los de la dirigida por John Lynch. El que acabo de terminar ahora, el siete, se centra en un periodo de curiosa y extraña paz en la historia de la España reciente: El régimen de la restauración y su lenta y progresiva disolución hasta desembocar en la república del 31.

Si he nombrado la paz como el rasgo definitorio de este periodo es porque ésa es la característica que suele subrayarse a la hora de enjuiciar este periodo. Comparada con la agitación anterior a 1875 y  en la que se sumió España pasado 1917 para desembocar finalmente en la guerra civil de 1936-39, el régimen de la restauración parece justificarse sólo por haber asegurado la concordia entre los habitantes de este país, rasgo que comparte con otros regímenes mucho más siniestros, pero no por ello menos elogiados, como la dictadura de Franco. Sin embargo, aunque esa "tranquilidad" y "placidez" es muy cierta, no lo es menos que ese régimen estaba basado en la mentira y la hipocresía, las otras dos características del sistema que acabarían por dar al traste con él.
Ocurre que el otro rasgo definitorio del régimen de la restauración es precisamente el fraude electoral. El sistema político se basaba en el turno periódico entre las diferentes elites políticas, de manera que todos los actores importantes, económicos, sociales y culturales, acabasen por gozar de los privilegios y ventajas del poder, sin verse obligados a apoderarse de él por la fuerza. La única manera de conseguir esta alternancia por medios pacíficos y sin sorpresas electorales que descoyuntasen el sistema era cocinar las elecciones en los ministerios, para que así ganase quien debía ganar, el partido entrante en el turno, y además por mayoría aplastante o al menos suficiente.

La restauración era así un régimen de las élites y para las élites, profundamente inmovilista en tanto que su objetivo principal era mantener los privilegios de estas clases dominantes, y completamente desconectado de la realidad social de la mayoría de la población, que no contaba en absoluto, al no pertenecer ni poder acceder a esos círculos del poder. Esta visión de abajo arriba del régimen de 1875, en la que unos pocos privilegiados, políticos, nobles, grandes industriales y banqueros, alto clero, dominan y dirigen una sociedad entera, ha sido muy discutida, incluso rebatida, en la investigación reciente, de la que este tomo de la historia Fontana/Villares es un buen ejemplo.

La idea nueva que se propone es que además de esas redes de poder "altas" había unas redes de poder "bajas", los famosos caciques, que se ocupaban de "dirigir" el voto en sus respectivas circunscripciones según les indicaba el ministerio. Esas fuerzas vivas, como se llamaban entonces, no eran meros títeres al servicio de un partido o de un gobierno, sino que utilizaban su poder para plasmar el fraude electoral dictado desde arriba, de manera que en contrapartida obtuviesen prebendas y exenciones para su circunscripción. Definido así, da la impresión de que el régimen de la restauración era mucho más democrático de lo que aparentaba, menos monolítico y centralizado, al tener que responder a las aspiraciones de grupos de poder locales, si quería asegurar su supervivencia.

Sin embargo, como sabe cualquier español que esté viviendo este tiempo de corrupción reciente que abarca todos los ámbitos sociales, el hecho de que unas élites lo sean de arado y taberna, no implica que sean menos élites, ni menos codiciosas, ni tampoco menos censurables. Las ventajas arrancadas a los gobiernos centrales, como premio por su buena conducta a la hora de preparar las elecciones, no buscaban el bien general de esas localidades, sino el bienestar de esas mismas fuerzas vivas, es decir, su enriquecimiento sin trabas ni cortapisas. De esta manera, discutir si el régimen de la restauración era fundamentalmente una imposición forzosa desde arriba, o bien debía escuchar y atender las peticiones que venían desde abajo, es completamente ocioso, estéril, ya que lo que realmente ocurría es que se establecía un ciclo sin fin de corrupción, donde la existente en las altas cumbres de la administración y el gobierno alimentaba la existente en los niveles inferiores, y viceversa.

Debido a esa tupida red de intereses creados, el régimen de la restauración se mostraba así como esencialmente inmovilista e irreformable. En tanto los intereses de las diferentes elites, altas y bajas, fueran bien servidos, el sistema no se modificaría, seguiría manteniendo su solidez. Sólo así es posible explicar su resistencia a los múltiples embates que sufrió en sus años finales, Guerra de Cuba, Semana Trágica, crisis de 1917, insurgencia obrera de los años siguientes, Desastre de Annual, Dictadura in extremis de Primo, que pusieron al régimen contra las cuerdas pero nunca llegaron a tumbarlo definitivamente.

Un hundimiento del régimen que sólo se produciría si estas élites se mostraban desafectas y abandonaban al sistema, porque ya no servía a sus intereses. Precisamente lo que sucedio en 1931, cuando el ejército, gran parte de los antiguos partidos de la restauración y amplios sectores de las élites industriales y financieras, decidieron que con la monarquía ya no se podía continuar, dejando caer al rey y dando paso a la república, la segunda y última hasta ahora.

Una alianza de conveniencias, entre derechas descontentas e izquierdas siempre relegadas del poder, en contra de un régimen caduco y la persona que lo representaba. Confluencia muy habitual en la política española, pero que no podía durar, dadas las diferencias insalvables entre ambos bandos. 

Malos presagios, por tanto, para la república de las esperanzas recién nacida

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