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martes, 6 de octubre de 2015

El color y la verdad

Pierre Bonnard, Autoportrait

Primero, disculpas por mi silencio durante estos últimos quince días. Compromisos literarios, artículos para cierta revista de cine en la que colaboro, me han obligado a dejar de lado las actualizaciones de este blog.

Pero volviendo a lo que importa: este otoño expositivo ha comenzado con muy buenas perspectivas, que esperemos no se malogren. Por ahora, la primera exposición que he visto no me ha defraudado en absoluto, de hecho, tiene visos de convertirse en una de las mejores organizadas por la Fundación Mapfre. Se trata, por supuesto, de la retrospectiva Pierre Bonnard.

Tengo que confesarles que Bonnard es un pintor al que admiro profundamente, pero del que desconozco/desconocía la mayor parte de su obra. Esta paradoja se resuelve porque mi fascinación por Bonnard tiene su origen en una serie mítica de 1980, The Shock of the New, en donde el crítico de arte Robert Hughes realizaba un elogio/elegía del movimiento moderno, al mismo tiempo pleno de rendida admiración y crítica amargura.



En ese documental Bonnard se reducía a sus bañistas, la larga serie en la que el pintor, durante toda su vida, fue retratando a su mujer cuando se bañaba, siempre representada con el cuerpo que ella tenía cuando era joven. Aunque breve, la dosis de pintura de Bonnard en ese documental era tan potente, que me fue posible resistir a la explosión de luz y color de esos cuadros, distintos a todo lo que había visto hasta entonces, de manera que a partir de entonces me dediqué a perseguir la obra de ese pintor en todo museo de arte contemporáneo que visitaba... sin llegar a encontrar jamás aquella luz, aquel color que me  habían subyugado antaño.

Hasta el sábado pasado, que me encontré con una sala repleta de aquellas bañistas. Unas pinturas donde el cuerpo humano termina convertido en simple excusa para el mero placer del ver, de gozar del color y la luz sin las ataduras de la realizad, disuelta y transfigurada en ellas dos.


Pierre Bonnar, Nu jaune

Uno de los problemas - o virtudes - de Bonnard es el ser un pintor a la vez interno y externo a la vanguardia., perteneciente a ella sin duda alguna, pero asímismo tan lateral y excéntrico como aquellos simbolistas finiseculares que eran a la vez clásicos y modernos, avanzados y retrógrados, abuelos y hermanos de los pintores más jóvenes.

Por edad, Bonnard pertenece a la misma generación que Mondrian. Matisse y Kandinski. Sin embargo, mientras que la carrera de estos últimos levanta el vuelo en la primera década del siglo XX, Bonnard alcanza la fama en la década anterior, precediendo, por tanto, el estallido de las vanguardias y por eso mismo quedando fuera de ellas, reducido a la categoría de egregio precursor, de compañero perenne de viaje, pero no protagonista de la revolución... o al menos ésa que se resume en fauves, cubistas y abstractos.

No es que la pintura de Bonnard no fuera avanzada, todo lo contrario. Precisamente los 20 años entre 1800 y 1900 se suelen considerar como los inicios del movimiento moderno, modernismo o como queramos llamarlo, complejo de diferentes movimientos que comparten  la búsqueda -  y el convencimiento de sus existencia - de soluciones pictóricas que permitiesen escapar del callejón sin salida en el que había desembocado el impresionismo. Es el tiempo de Van Gogh, Gauguin y Cezanne, pero también el de los puntillistas y el de los Nabis, del que Bonnard fuera uno de los fundadores.

Al contrario que los impresionistas, preocupados por capturar lo fugaz y lo transitorio, los pintores postimpresionistas trataban de encontrar una verdad detrás de las percepciones, un punto de apoyo, un asidero, que le permitiese no ser arrastrado por la corriente de lo visible, de lo cotidiano. Ese afán les hermanaba con los simbolistas, también obsesionados por dotar de significado y transcendencia a sus cuadros, pero normalmente mucho más moderados en los aspectos formales - más clásicos, por tanto -  mientras que estas otros corrientes heredaron la audacia de la que presumían los impresionistas en la década de los setenta y principios de los ochenta: superar los límites de la forma y del color, en busca de esa mirada que mostrase una realidad más real que la realidad vista o la copiada.


Ése es precisamente el rasgo característico de Bonnard y también el que le sitúa en una dimensión de atemporalidad frente a sus contemporáneos. Mientras al resto es posible situarlo en un momento histórico determinado, encerrarles en un periodo concreto, la obra de Bonnard se torna cada vez más libre, más intensa, llegando a ser al mismo tiempo favue, expresionista y casi abstracto, aterrador en su belleza, aquietador de los horrores.

Pierre Bonnard, La Palme

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