En el primer año de este blog que ahora celebra su décimo aniversario, las entradas eran más bien escasas, sin periodicidad definida, con largos intervalos de silencio que hacían presagiar que no iba a tener continuidad. Algo muy habitual en mí, que emprende demasiadas cosas para luego abandonarlas definitivamente, justo cuando iban a empezar a dar frutos.
En aquel periodo de gestación, de crecimiento, de enfermedades infantiles, escribí una entrada intentando explicar mi fascinación, mi enamoramiento, por la obra del último Sostakovich. En concreto, sus últimos cuartetos de cuerda compuestos en la década de los setenta, justo antes de su muerte. Entre las muchas vaguedades, las muchas tonterías que allí expresaba había una idea con la que intentaba transmitir mi sentimiento de extrañeza, de confusión, al escuchar esa música nueva y desconocida. Se trataba que esas piezas habían sido escritas estando yo en vida, eran mis contemporáneas, compartíamos tiempo y sentimiento, pero no las había descubierto hasta mucho tiempo después, ya desacopladas, disociadas, cuando el presente de la partitura pertenecía a un pasado remoto y mi presente actual a un futuro tan desconocido, que nunca fui capaz de preverlo ni de soñarlo en aquel entonces.
Este sentimiento, con la misma fuerza, con el mismo dolor e impotencia, he vuelto a sentirlo al encontrarme con la obra de Alfred Schnittke, músico soviético posterior a Sostakovich y cuya obra se desarrolla en las décadas de 1970 a 1990, en la que murió sin llegar a conocer este nuevo siglo. Estricto contemporáneo, por tanto, de mi juventud, pero completo desconocido para mí, hasta ayer mismo.
Característico de la obra de este compositor, como la de la mayoría de los que vivimos en ese tiempo y aún lo recordamos, es habitar una zona de penumbra, de indefinición, de confusión, localizada entre el pasado y el futuro, sin que el presente apuntase ni al uno, ni al otro. Entonces, también ahora, el pasado musical ya no estaba representado por el clasicismo mozartiano - o el romanticismo de rasgos alemanes - transformado a esas alturas de siglo XX en antigualla de museo, arrumbado a un rincón no por la propia evolución de la música "clásica", sino por la irrupción y ocupación de todos los ámbitos sonoros por parte de una música popular que se mueve entre lo realmente democrática, lo realmente común, y el simple vehículo y cebo comercial.
¿Cuál era la dicotomía, entonces? Schnittke fue un músico de sólida formación clásica - uno de los últimos, se podría decir - capaz de componer al modo de antaño como si realmente hubiera vivido en ese siglo XVIII al que se remontan nuestros orígenes musicales... o al menos aquellos que recuerdan todos los ignorantes y presuntuosos. La virtud de Schnittke fue precisamente darse cuenta - como tantos otros músicos de la vanguardia - de que esa música era ya sólo un recuerdo, destinado a disolverse sin dejar rastro, proceso que se aceleraba con los años y que no podía ser revertido... o al menos del que era inútil esperar un giro en su tendencia. Lo que quedaba en su lugar no era otra cosa que una inmensa cacofonía en la que voces y músicas se mezclaban simultáneamente sin orden y concierto, sin ordenación ni rango, sin guía ni balanza que permitiese distinguir, rescatar, lo que valía de lo que no valía. Estado de confusión que el compositor intentó reflejar con lo que el llamaba poliestilismo, consistente en la convivencia de todos los estilos, de todas las épocas, dentro de la misma pieza.
La oposición es, por tanto, entre la modernidad y el postmodernismo. Entre aquéllos que creen que de su trabajo, de su lucha, habrá de salir un resultado, si sólo porque éste existe, aunque sea escondido, enfrentados a los que saben que esa labor, ese combate, es inútil, puesto que no hay destino, ni mucho menos caminos que conduzcan a él. Conclusión que es el centro, la plaza donde confluyen todas las avenidas, de la música de Schnittke, para expresar asímismo otra contradicción, esta vez personal, esta vez del propio artista: su profunda religiosidad rayana con el misticismo, cercana a la de un Brückner, y por ello, en permanente visión contemplativa y estremecedora de otros espacios, de otras realidades que superan y encierran a la nuestra.
De esa suma de contrarios, de esas dolorosas aceptaciones y descubrimientos, surgen las mejores obras de este compositor ruso, aquéllas que me han fascinado y que no puedo dejar de escuchar, hasta que se me rompan por el uso. En algunas, como el Concerto Grosso nº 3 con el que he encabezado esta entrada, la belleza recordada se disuelve entre nuestros para no dejar nada tras ella, excepto la obligación de seguir marchando, por mucho frío que haga, por muy desolado que sea el paisaje por el que vagamos. eN Otras, como el Concierto para piano y cuerda, que les pego aquí a continuación, lo único que le queda al pianista es aporrear el piano, no en signo de rebelión, puesto que ninguna revolución habrá de devolvernos un paraíso inexistente, sino de desesperación, de intento estéril por demostrar que aún se puede hacer algo en y con este mundo.
Aunque interiormente sepamos que eso es imposible y cualquier intento destinado al fracaso.
Y si son asiduos a este blog, habrán visto que he titulado esta entrada como una antigua serie de ellas, que abrí hace ya muchos años y que deje interrumpida.
Espero, si el tiempo, las obligaciones y yo mismo me dejan, volver a continuarla, ya que mi viaje por esos Paisajes Musicales Inexplorados ha continuado a buen ritmo, aunque no les haya contado nada de mis peripecias.
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