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sábado, 27 de junio de 2015

La realidad tangible

Francisco de Zurbarán, La casa de Nazareth
Ya sabrán que para mí la cumbre de la pintura figurativa se alcanzó en el siglo XVII. Los pintores de ese tiempo, españoles, italianos, franceses, flamencos y holandeses, llevaron el ilusionismo renacentista hasta sus últimas consecuencias. Tras ellos, la pintura occidental necesitaba irremediablemente encontrar nuevos caminos, aunque le llevó un siglo darse cuenta y casi otro siglo para dar frutos.

Esta introducción se debe simplemente a que esta mañana he visitado la exposición Zurbarán. una nueva mirada, recién abierta en la Thyssen. No necesito decirle que este pintor es uno de los grandes a los que me refería en el párrafo anterior... aunque en muchos aspectos siga siendo un pintor del pásado, casi con la inocencia de un gótico anónimo. Un primitivismo que los artistas de la vanguardia, especialmente a los cubistas, les fascinó hasta casi el arrebato.

Además, en muchos aspectos Zurbarán es un mal pintor. Su composiciones tienden a ser envaradas,  su la perspectiva, equivoca, como se puede ver en el cuadro - magnífico por otra parte - con que he abierto esta entrada. Incluso, en ocasiones, algunas partes del cuerpo de sus personajes desaparecen o quedan mal resueltas, como si el pintor no supiera cómo resolver los problemas de perspectiva que le plantean ciertos escorzos, ciertas distribuciones en el espacio.

En otro pintor, esto hubiera sido motivo suficiente para que le relegásemos a segunda o a tercera fila. No a Zurbarán. El motivo es que él puede haber sido el único artista - incluso en ese barroco cuajado de altísmas cumbres pictóricas - que ha sabido representar las telas, las texturas en su justa y precisa medida. En esta exposición hay un burro cuyo pelaje está descrito de tal manera tan perfecta que se diría que al tocarlo cedería ante nuestro empuje, lo sentiríamos mullido. En otro cuadro, los bordados del vestido del santo parecen tan reales que se puede caer en el error de pensarlos tejidos sobre el propio lienzo en vez de pintados sobre él.

En todos, en fin, al menos en los mejores, las ropas tienen el peso que les conviene, sus arrugas y sus dobleces son naturales, creadas y marcadas por el uso o por la posición, mientras que su color se despliega en infinito arco iris, como si cada color de los que vemos de ordinario no fuera más que amalgama de inagotables tonalidades.

No se detiene ahí, sino que en sus obras maestras - como la de ahí arriba - en aquéllas que rozan el límite de lo que puede ser plasmado con pinceles, personas y cosas se funden y al mismo tiempo se distinguen, se unifican y se separan simultáneamente en la luz y por la luz. Casi como si esa escena que presenciamos fuera la realidad, el lugar donde habitan los seres de carne y hueso, los que respiran y comen, mientras que las figuras pintadas somos nosotros mismos, presencias eternamente presas del marco de un cuadro.

Bodegón, Juan de Zurbarán
La exposición de Zurbarán guarda más sorpresas que sus propios cuadros. De un pintor de este calibre, del que nos separan ya casi cuatro siglos, normalmente apenas se pueden conseguir obras con las que colmar una exposición, dado que la fragilidad de las que aún se conservan impide que viajen. Inevitablemente, esto lleva a que hay que rellenar los huecos con cuadros de otros pintores, sea con la producción de taller, con la de su círculo de seguidores e imitadores, o con la de épocas del propio artista poco conocidas, directamente consideradas menores.

En este caso, hemos tenido la suerte de que el hijo de Zurbarán, Juan, fue también un pintor de gran talento, aunque malogrado por su temprana muerte.  Juan se especializó en pintar bodegones, un género que puede ser considerado menor, pero que en el siglo XVIII también fue llevado hasta sus últimas consecuencias, baste recordar a Sánchez Cotán. Al igual que su padre, Zurbarán hijo era especialista en descibrir texturas, calidades y consistencias, de manera que sus bodegones es capaz de describir las muchas tonalidades de la piel de una manzana, o como esta se ha ido oxidando al ser cortada. Pequeños detalles, minúsculos y nimios, pero de una belleza aterradora, la que sólo está al alcance de unos pocos maestros, como fueron estos dos Zurbaranes.

No todo es positivo en la exposición. La escasez de cuadros del artista al que se dedica la muestra, obliga a tirar de la obra de los pintores de su taller, quienes desgraciadamente se limitaban a copiar los aciertos de su maestro, muchas veces con total descaro. Para empeorar las cosas, la exposición se cierra con una nota en falso, al enfocarse en la última etapa de Zurbarán, ya en Madrid, que se nos quiere hacer pasar como última explosión creativa, a la misma altura que las anteriores.

Puede que así sea, me falta conocimiento técnico para poder emitir un juicio, pero mi impresión es que esos cuadros últimos están desprovisto de algo. De cierta serenidad, de cierta inocencia, de cierto arrebato. No sé qué, sólo que me marché entristecido, como cuando se visita a un amigo tras largo intervalo y descubre uno cuanto ha envejecido.

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