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jueves, 19 de marzo de 2015

Almacenes polvorientos














En la última edición de James Benning que ha editado el Filmmuseum alemán se reúnen sus dos filmes "germanos". Por un lado Ruhr (2009), que ya comenté en extensión hace algunas semanas, y por otro Natural History (2013), que describe, muy a la Benning, el Naturhistorisches Museum vienés, uno de los museos de ciencias naturales más antiguos y con una colección más completa del mundo.

Un museo de historia natural es un lugar especial... o lo era, antes de que muchos de ellos fueran reformados para hacerlos más atractivos al público. En su versión decimonónica, este tipo de museo es una versión ampliada del gabinete de curiosidades dieciochesco. Sus salas eran un inmenso muestrario de animales disecados, de especímenes conservados en jarras llenas de formol, de expositores con insectos clavados en ellos. Todo ello acumulado y amontonado en inmensos anaqueles y vitrinas, llenos hasta rebosar, sin expliación alguna ni orden aparente, suponiendo que el visitante era un experto capaz de reconocer lo expuesto y su importancia.

No es de extrañar que en las últimas décadas, las colecciones de esos museos se peinasen para reducir el número de objetos en exposición, al mismo tiempo que se reformaba el modo en que eran presentados. La intención era atraer a un público más variado, preferentemente infantil y juvenil, que pudiese aprender de la visita, para así confirmar y consolidar lo que acababa de aprendido en la escuela. El museo de ciencias naturales se tornó así más cercano y accesible, más didáctico, pero también más infantil y en muchas ocasiones superficial. Se perdió también una característica que era especialmente cara a las surrealistas y que todo visitante de un museo de ciencias naturales ordenado a la antigua ha podido experimentar: la sensación de extrañeza, de pérdida, de adentrarse en un mundo desconocido, sin relación con el nuestro cotidiano, un ámbito casi extraterrestre, de cuya singularidad y misterio eran muestra y testimonio los animales conservados en su interior.

El documental de Benning, obviamente, se halla cruzado e impregnado por esas preguntas y las soluciones presentadas por la moderna museología. Unas cuestiones que son aún más acuciantes en el caso de un museo que, como su vecino el Kunsthistorisches, es ya de por sí una pieza de museo. En ellos, cualquier intervención corre el peligro de desvirtuar el carácter con que esa institución y sus colecciones han llegado hasta nuestros días. No obstante, como puede suponerse, Benning no realiza el análisis de esa dualidad transformación/permanencia de una forma tradicional. Otro director nos hubiera narrado los cambios producidos en la colección y en las salas, acompañándonos por ellas, documentando las modificaciones con material de archivo, pero no así Benning, cuyas opciones estéticas huyen de los caminos trillados, de las explicaciones que terminan siempre siendo distorsiones.

En vez de ese camino, el de los visitantes e invitados, Benning nos lleva a explorar los senderos, atajos y desvíos que recorren los  estudiosos y conservadores que trabajan en el museo, los que viven allí todos los días. La realidad innegable es que todo museo no es más que un inmenso almacén, del cual sólo una ínfima parte es visible y visitable. El resto, tal y como lo ilustra Benning, es una red de pasadizos, túneles, corredores y pasillos, de aulas, laboratorios, bibliotecas y almacenes, donde se asegura la conservación, la pervivencia, de aquellos objetos que generaciones pasadas consideraron valiosos, irrenunciables, destinados a una posteridad que suponían interesada, cuando no enamorada, de sus mismos afanes.

Quizás fuera así, pero ya no. En la visión de Benning, en ese viaje al que nos invita, se descubre que por muy importantes que hayan sido las intervenciones en las salas de los museos, más importantes aún han sido las producidas en sus subterráneos.  Allí, la modernidad, la tecnología, ha reemplazado y suprimido cualquier vestigio del pasado, tornando el espacio del museo en indistinguible de cualquier otra instalación industrial, de cualquier empresa corriente, ya se dedique a fabricar fregonas o embotellar refrescos. Los caminos ocultos del museo devienen así espacios inhospitos, desérticos, lugares de paso que apenas nadie cruza, donde nadie mucho menos se detiene, abandonados a unas máquinas que ya saben muy bien qué hacer sin necesitar intervención humana.

Quedan los almacenes, las bibliotecas. Sí, pero esos espacios no son otra cosa que meros cuartos trasteros donde se acumula todo lo que nunca fue mostrado en las salas del museo, todo lo que los sucesivos peinados y aligerados han ido depositando allí, en una soledad y un olvido semejante a la del presidio, el basurero o la sepultura. En ese refugio último, reunidos con  muchos otros de sus semejantes, esas piezas que han dejado de ser únicas sólo sirven para coger polvo en sus peanas, irse disolviendo en los liquidos que los conservan, fragmentarse y deshacerse dentro las cajas que los protegen.

Y si tal es el destino de esos objetos, de esos especímenes que algún desconocido fue a buscar a lugares recónditos, que otro preparo cuidadosamente para que pudieran cruzar los siglos, y que un último clasificó, etiquetó e inventarió para que nunca se perdieran o confundieran; peor aún es el destino de los libros, de los informes, de las enciclopedias. Ellos, el registro del trabajo y del estudio de aquellos naturalistas dormitan olvidados en sus anaqueles, curvados por su peso, sin que nadie venga a consultarlos, ni siquiera a leer los títulos escritos en sus lomos, porque ese saber y esa sabiduría hace mucho que quedaron anticuados, se tornaron inútiles.

Quedan así destinados a una destrucción que no acaba de llegar, salvados de ella simplemente por ser el último testigo, el último recuerdo, de todos aquellos estudiosos y conservadores que con su labor nos permitieron llegar a donde estamos ahoras. Aunque sus nombres ya no signifiquen nada para nosotros, aunque su trabajo este plagado de errores e inexactitudes.

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