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martes, 23 de diciembre de 2014

Placeres Privados

Ribera, El Olfato
En Madrid, se han abierto - o recuperado - una serie de espacios expositivos cuya función y permanencia son más que dudosos, al no quedar claro a quién o a qué institución representan. Uno de estas salas es la que recibe el curioso nombre de CentroCentro, ubicada en el antiguo edificio de correos, que ahora se ha convertido en una extraña amalgama de antiguas funciones postales, nueva sede del ayuntamiento madrileño, atracción abierta a las visitas turísticas y recinto de exposiciones varias e inconexas.

La última que aún permanece abierta allí es la dedicada a la colección privada de pintura de Juan Abelló, poderoso financiero e industrial de la transición. No voy a dedicarme aquí a realizar una semblanza de las actividades económicas y políticas de este personaje, baste decir que en ambos mundos, el de los negocios y el del gobierno, ninguna fortuna es inocente, ninguna carrera es pura, sino que cualquier éxito, y más en nuestra patria, sólo se consigue a base de intrigas, traiciones, pasteleos, untes y componendas. Lo que sí que quiero señalar es que en el ámbito del arte la colección Abelló es una de las mejores,dejando traslucir un evidente gusto, bien informado y sensible, ya sea el suyo o el de sus asesores.



El criterio con el que se ha compuesto la colección parece seguir el de otros empresarios-mecenas, como puede ser Calouste Gulbenkian o el Baron Thyssen. No limitarse a un artista o un periodo, sino intentar abarcar la historia entera del arte, al menos en su vertiente occidental, haciéndose con obras notables, cuando no maestras, de los grandes nombres del arte. En ese sentido, como les decía la colección está más que lograda y algunos de los cuadros - no todos, por supuesto - no desmerecerían en las grandes pinacotecas europeas.

Entre esas obras pueden citarse las impresonantes tablas del XV y del XVI, recordatorio de lo mucho que queda por reivindicar y recordar de nuestro arte tardogótico y prerrenacentista - no todo empieza con El Greco -, una pareja de Guardis ejemplo de su estilo más inspirado - no así los Canalettos, réplicas baratas de obras mayores -, o la amplia selección cubista y vanguardista - excepto el Bacon de finales de su trayectoria, cuando los pintaba como churros -. Sin embargo, si tuviera que quedarme con tres, me quedaría con las tres pinturas de Ribera, Zurbarán y Murillo que figuran en la exposición, cada una de ellas una obra maestra de estos pintores y de las que desgraciadamente sólo he podido encontrar malas copias de poca resolución que no hacen justicia a su colorido ni a su detalle minucioso, tan propio del barroco.

La Familia de la Virgen, Zurbarán

El cuadro de Ribera es un ejemplo de la manera original con la que este pintor abordó el realismo típico de su tiempo. El propio tema ya constituye una variación excentrica sobre el tema de los cinco sentidos, ya que el que allí se representa, el olfato, lo es mediante los efectos que una cebolla cortada provoca en un aldeano claramente empobrecido, dejando reducidos a mera referencia otros significados más nobles y cultivados asociados a este sentido, como el aroma de las flores. Esta vulgarización, al estilo de fábula irónica, sirve a a Ribera para desplegar toda su maestría en el tratamiento de la piel y de las ropas, en donde parece ser más excelso, más acertado, cuanto más estropeadas, andrajosas y curtidas sean las materias que su pincel representa.

Si en el caso de Ribera hablábamos de piel y telas, en el caso de Zurbarán se trata de las telas y de la luz, de lo que La Familia de la Virgen - de nuevo disculpas por la calidad de la imagen - es muestra magnífica y definitiva. Pocos pintores han sabido utilizar la luz para dar volumen y consistencia a las telas, para hacernos sentir su textura y su peso, su aspereza o su suavidad, su dureza o su blandura. Luz inmaculada que acaba por adquirir una calidad mística, fuera de este mundo y de nuestra experiencia, pero que al mismo tiempo se halla equilibrada por la inclusión de detalles de una cotidianeidad inesperada en este contexto, como el gesto amoroso de la madre intentando convencer a su hija para que tome un bocado, la mirada de atención y respeto del padre.

Murillo, El joven Gallego
No es exagerado, sino preciso y ajustado, por tanto, decir que con el Barroco la pintura figurativa alcanza su cumbre definitiva, tras la cual era necesario inventarse algo distinto, tarea a la que se dedicaron los tres siglos posteriores. Así, si los cuadros de Ribera y Zurbarán eran pruebas irrebatibles de esta opinión el cuadro de Murillo viene a confirmarlo, si es que hacía falta. Se trata de un Murillo alejado de los inmaculadas y la santas con las que se les suela relacionar, pintura relamida donde las haya, y cercana a lo mejor de su producción: la de un artista atento al mundo que le rodea y que es capaz de reproducirlo en sus menores detalles, justo en esos que lo tornan vivo, cercano y auténtico.


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