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jueves, 11 de diciembre de 2014

Pasion y Sensualidad

































Una desgraciada característica de las películas mudas es su baja tasa de supervivencia, que afecta a obras mayores de grandes directores - como el 4 Devils de Murnau - y que en filmografías como la japonesa adquiere rasgos de auténtica catástrofe. Las razones de esta desaparición del cine de ese periodo son muy variadas. Por un lado, en cuanto llegó el sonoro, las películas mudas se convirtieron inmediatamente en antiguallas, consideración que no ayudo mucho a su conservación. Por otra parte, la fragilidad del propio soporte, las emulsiones fabricados con nitratos, provoca que aunque se guarden y almacenen con cuidado los rollos de película, al abrirlos pasadas unas décadas, éstos se hayan descompuestos, convertidos en polvo o en una masa que no se puede desenrollar.

Para empeorar la situación, las sucesivas guerras del siglo XX, unidas a los inevitables incendios de las filmotecas, han eliminado de un plumazo secciones enteras de la historia fílmica de un país, caso ya citado del Japón. Asímismo, en otras filmografías como la Americana, la consideración del cine como máquina de hacer dinero por parte de las productoras - no hemos cambiado mucho en ese aspecto - provocó que no se dedicara tiempo y esfuerzo a la conservación de las películas, llegando incluso en ocasiones a proceder a su destrucción deliberada para hacer sitio en los almacenes a las últimas novedades que sí daban beneficios.

De esa manera, o bien hemos perdido películas capitales o éstas nos han llegado en estado fragmentario, cortadas y remontadas, o sin varios rollos de su metraje. Casi podría decirse que este segundo caso es peor que el primero, ya que si una película se ha perdido completamente - como el 4 Devils de Murnau - nada queda que pueda contradecir su prestigio o su fama, mientras que si ésta se conserva parcialmente, al rescatarla y verla podemos acabar admitiendo a regañadientes que no merecía tanto la pena y que ya se podían haber salvado otras mejores.

Por suerte, este no es el caso de The River (1929) película de Frank Borzage que he visto este fin de semana. Desgraciadamente de ella sólo se conserva la hora central en copia única hallada por casualidad en el almacén de la Fox, mientras que se ha perdido el inicio y el final, amén de algunas escenas intermedias. Sin embargo, lo que se ha conservado la pone a la altura de lo mejor de este director, ese puñado de obras maestras que rodó en las postrimerías del periodo mudo y al inicio del sonoro.

Al igual que la mayoría de esas películas, The River narra una historia de amor desaforado, abocado inevitablemente a un callejón sin salida, de cuyo fracaso sólo puede salvarle un milagro/deus ex machina. Como en todas las obras mayores de Borzage, lo que salva a esta película del ridículo y de la irrisión es el meticuloso trabajo de preparación  del director, que consigue crear un ambiente plenamente real y verosímil del que surgirá explosivo ese arranque final donde el imposible es la única solución lógica.

Como ya les comente en el caso de Lucky Star, el secreto de Borzage radica en que su cine es auténtico cine de cámara. Sus repartos son mínimos, apenas cinco o seis actores, que incluso se reducen aún más en las secciones centrales - y cruciales - de la película, hasta centrarse sólo en la pareja protagonista de la película. Esta desaparición de actores, contradictoria con lo que se supondría en una obra de una gran productora, se compensa en primer lugar con una atención obsesiva al mínimo detalle de las relaciones entre los personajes, para crear por acumulación, por entrelazado y reiteración, esa ilusión de verosimilitud que permitira luego el salto de trampolín con triple rizo final,

Esa realismo a ultranza basado en la observación de lo mínimo se refuerza con la ubicación de ese desarrollo dramático en un decorado de una complejidad y una amplitud poco comunes, esta vez sí propio de una gran productora. El espacio recreado se torna así en un espacio real, pleno en recovecos y escondrijos, en detalles vistos o invisibles, conocidos o presentidos, transitados o abandonados, donde los personajes podrían perderse o desvanecerse, o por el contrario encontrarse o buscarse, y que en su inmensidad reflejo del mundo real, se niega a revelarse en su totalidad. Un lugar, en definitiva, donde se vive y se habita. Donde vivimos y habitamos, nosotros los espectadores, por el espacio de unas horas.

A estas características comunes, The River añade una propia: su ardiente sensualidad. Ésta película es una de la obras de Borzage  - y de todo el periodo mudo - donde el sexo y la pasión amorosa están más a la vista, consumiendo tanto a los personajes como al público. Ayuda a esta visibilidad, a esta sinceridad y naturalidad, el hecho de ser una obra precode, libre de las normas absurdas del código Hays, que muestra lo avanzado y atrevido que era el cine y el público de esa época anterior al portazo censor. Por supuesto, lo que se podía mostrar entonces  en la pantalla era mucho menos que lo que se puede enseñar ahora y las escenas de amor pueden parecernos demasiado recatadas, ingenuas y pacatas, pero el genio de Borzage, como el de otros directores de esa época, consigue saltarse a la torera las restricciones explícitas e implícitas, para dejar bien a las claras lo que quieren, lo que desean, lo que ansían sus personajes, y como ninguna influencia o imposición externa podrá impedir que lo alcancen y disfruten.

Arte y oficio que consiguen que, casi noventa años después, derribadas todas las barreras de la censura, las escenas de amor rodadas en ese tiempo, como la de Borzage  en The River, quemen aún, incluso nos amenacen con consumirnos en su llama.

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