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lunes, 18 de agosto de 2014

Under the shadow of postmodernism (y XII)

El agravamiento de la enfermedad del rey, iniciada el 10 de agosto, parecía haber alcanzado a fines de septiembre un punto de no retorno. El 28 se le administraban los sacramentos. Como informaban todos los observadores, la corte se encontraba "en plena confusión". La batalla en torno al testamento y a las personas que constituirían la Junta de Gobierno alcanzaba también su punto crítico. El 30 de septiembre el embajador imperial y el francés remitían informaciones contrapuestas: mientras el primero se empeñaba en sostener que la situación no estaba perdida, Blécourt sospechaba que la solución que se estaba gestando no debía ser favorable a la casa de Austria, simplemente porque "el conde de Harrach dice pestes de todos los Consejeros de Estado". El sábado 2 de octubre el monarca ordenaba redactar un testamento prácticamente idéntico al de su padre, dejando en blanco la clausula donde se designaba al heredero y la de los integrantes de la Junta de Regencia, firmándose asímismo el testamento. Según informaba a los pocos días el enviado del elector, el testamento se había efectuado en contra de "la voluntad de la reina" y actuando "acuerdo con el Consejo de Estado y el Cardenal". Los veintiocho días que aún sobreviría el monarca se sucedieron en medio de incesantes rumores sobre su contenido así como de cálculos sobre los movimientos políticos que inmediatamente podrían producirse. El 1 de noviembre, a primera hora de la tarde, expiraba Carlos II. Poco después, ante un reducido número de asistentes, se daba a conocer el contenido del testamento.

Pablo Fernández Albadalejo, La Crisis de la Monarquía. Tomo IV de la Historia de España Fontana/Villares.

Como ya sabrán estoy leyendo en paralelo dos historias de España multivolumen, la dirigida por John Lynch en Inglaterra a principios de los noventa y de la que acaba de salir a la luz el último volumen, frente a la Fontana/Villares editada por Crítica, iniciada en la década pasada y aún a la espera de de su último volumen, el dedicado a la transición.

Sabrán también de mis muchos reparos al modo en que se está enfocando la narración de la historia de España en la Fontana/Villares. No los voy a volver a repetir, pero sí les voy a indicar que la lectura de este tomo cuarto, el dedicado al siglo XVII, ha producido en mí sentimientos contrapuestos... que necesitan de una explicación previa para ser comprendidos.


El problema principal que tengo estriba no en la obra en sí, sino en el modo en que nos ha sido enseñada la historia de ese periodo. Hasta hace nada, la palabra clave era decadencia, en la que las alturas imperiales alcanzadas por los Austrias Mayores se veían traicionadas por una serie de soberanos débiles que entregaban su poder legítimo en manos de validos, en cuya estela crecían todo tipo de intrigas y luchas intestinas, que sólo contribuían a descomponer y debilitar aún más la fortaleza de la monarquía hispánica. En ese sentido, la historia del siglo XVII se construía alrededor de una fecha clave, la de 1640, en la que el edificio del imperio repentinamente se desmoronaba, tras la erupción de las rebeliones en Cataluña y en Portugal, continuadas por conspiraciones y revueltas en otras regiones, para acabar ser remachadas por la derrota de los tercios en Rocroi, confirmación en toda Europa del fin de la hegemonía hispana, si es que eso era necesario.

Historiar el siglo XVII era por tanto historiar el porqué de los porqués y consecuencias de esa década trágica, un esfuerzo en el que la primera mitad del siglo se veía claramente favorecido y preferido, al residir en el las claves de ese estallido. Los protagonistas absolutos del siglo eran así Felipe IV y el conde duque de Olivares, figuras trágicas en las que se resumía la ascensión y caída del imperio, el desplome del poder absoluto sobre Europa para confluir en la postración propia de un enfermo terminal. En ese escenario, Felipe III y Lerma quedaban convertidos en un mero prologo del desastre, mientras que el gobierno de Carlos II y sus múltiples validos, se reducía a una larga retahíla de desastres frente a las armas francesas.

Como a nadie le gusta narrar los tiempos de derrota, mucho menos a los propagandistas de la gloria nacional, el periodo de Carlos II solía pasarse de puntillas, como mucho haciendo hincapia en los defectos físicos y mentales del rey, reflejo y epítome de la miserias y bajezas de su corte, con lo que historia de esos largos 35 años devenía un siempre repetir lo mismo del cual más convenía apartar la vista, avergonzado. El resultado es que se nos hurtaban a la visión los laberínticos procesos de la corte de Carlos II, como la lucha poligonal entre la reína madre, doña Mariana, su confesor Nithard, el valido Valenzuela y el bastardo real Juan José de Austria, que terminó con la victoria por la mínima de este último. De la misma manera quedaba desdibujado el complejo proceso que llevó a la ascensión de los borbones al trono español, decidido - como muestra el fragmento de arriba - en el último mes de vida del monarca, despechado ante la impotencia del emperador austriaco por garantizar la integridad de los territorios de la corona hispánica.

La investigación reciente ha venido a colmar muchas de estas lagunas, lo cual se nota, y mucho, en el relato que hace Albadalejo del reinado de Carlos II, la primera vez que quien esto escribe ha sido consciente de su complejidad, avatares y profundidad. No sólo en lo que se refiere a incidentes políticos, sino a un fenómeno que se desencadenó casi a pesar del monarca: la entrada de la ciencia moderna en los ambientes intelectuales españoles. Esa recuperación del tiempo perdido tendría su mayor florecimiento en el siglo XVIII con los borbones, cuando la ciencia europea empezaría a llenarse de nombres españoles, pero curiosamente tiene sus raíces en ese tiempo obscuro del final del reinado de Carlos II, quizás como reacción a tantas derrotas y tantas humillaciones, cuya conclusión y efecto positivo fue precisamente llevarnos a prescindir de lo antiguo y adoptar nuevos caminos.

Queda la duda de qué habría pasado si Carlos II hubiera sido más energico, nuestra clase política menos ensimismada en sus rencillas internas - como ahora, curiosamente - o si los Austrias se la hubieran ingeniado para producir un heredero. Entra dentro de lo posible que la renovación económica e intelectual borbónica se hubiera producido bajo un Habsburgo, sin necesidad de una sangrienta guerra civil disfrazada de guerra de sucesión, cuyas huellas deformadas aún pesan como una losa sobre nuestro presente. No ocurrió así, y como se suele decir la historia no se escribe con el sí y el pero, sino con los hechos que tuvieron lugar, cuyas consecuencias y proyección son inamovibles.

Volviendo al libro de Albadalejo, su mayor fortaleza, como ya he indicado, consiste precisamente en esa narración justa y precisa del reínado de Carlos II y, en menor medida, del de Felipe III. En contrapartida, el reinado de Felipe IV queda bastante desdibujado, con ocasiones en las que es imposible seguir la linea temporal, a menos que se vayan tomando anotaciones en paralelo. Esta confusión expositiva sería tolerable sino fuera porque la situación política exterior, en un periodo histórico que abarca la guerra de los treinta años y la ascensión de Francia bajo Richelieu y Mazarino, queda reducida a unos cuantos hitos, sin que llegue a apreciarse como los hechos exteriores venían a destruir, una y otra vez, el difícil equilibrio en el que se movía la monarquía española.

Un ejemplo claro de estos olvidos sería la falta de referencias al cierre de la ruta española, el largo camino que siguiendo los Alpes y el Rin permitía llegar tropas a Flandes. Precisamente, una de las consecuencias de la intervención de Francia en la guerra de los treinta años fue la imposibilidad de mantenerla abierta, ya que cruzaba perpendicularmente las vías que los ejércitos franceses debían seguir para dirigirse a Alemania o Italia. El resultado es que a las tropas españolas se vieron obligadas a rodear Suiza, pasando por Baviera, en una ruta cada vez más difícil y peligrosa que también fue cerrada en los últimos años del conflicto, y definitivamente tras la paz de Westfalia y los Pirineos. Desde ese instante, las plazas de Flandes no podían ser aprovisionadas de modo alguno y cualquier ataque contra ellos no podría ser rechazado, como sería el caso de las múltiples guerras de Devolución y Reunión que Luis XIV emprendería en la segunda mitad del siglo.

En mi opinión, estas carencias se debem a que Albadelejo se queda sin espacio en el libro y debe limitarse, casi exclusivamente, a la política doméstica. Es aquí donde entra el mayor pero que le tengo al libro, ya que el espacio perdido se gasta en largas descripciones de los tratados, panfletos y libelos de los arbitristas y teóricos políticos de los que tan sobrado estaba el siglo. No dudo que esa reseñas sean muy útiles para una historia de las ideas políticas y en verdad ayudan mucho a comprender el caldo de cultivo intelectual en el que se movían los protagonistas, pero en ese análisis falta una pieza importante, sin la cual todo ese esfuerzo resulta vano: señalar, por así decirlo, el caso que se les hacía a esos teóricos y en que medida esos postulados se reflejaban en la acción de gobierno.

Un trabajo de evaluación que no se lleva a cabo y que me temo convierte en más importantes a esos escritores de lo que realmente fueron, pero que, al consumir un espacio del que el libro no anda sobrado, nos impide conocer los aspectos sociales y económicos que determinaron la vida y las acciones, no ya de los grandes potentados y poderosos, sino de las gentes corrientes y molientes.

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