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jueves, 21 de agosto de 2014

Behind the Camera


Los que sigan este blog sabrán de la buena opinión que tengo de las exposiciones organizadas por la Fundación Mapfre, excepto alguna que otra excepción. Sabrán también que solía perderme bastantes de las muestras de fotografía que se podían visitar en su antigua sede del Azca, al caer un tanto a trasmano de mi circuito habitual. Afortunadamente, esas salas se han traslado hace poco al lado de la sede central de Recoletos, lo que permite ver en cadena todas las exposiciones organizadas por la Mapfre y así no hacer de menos a ninguna.

El traslado ha coincidido con la apertura de dos muestras de fotografía, una en la sede principal, otra en la secundaria, dedicadas respectivamente a Henri Cartier-Bresson y a Vanessa Winship. Dos exposiciones con criterios metodológicos muy distintos, que además se centran en dos fotógrafos también muy diferentes o al menos con intereses muy dispares.



Cartier-Bresson es uno de los nombres míticos de la fotografía, perteneciente a ese conjunto de profesionales que en el periodo de entreguerras hicieron del fotoperiodismo - la instantanea, la captura sin alteraciones  ni manipulaciones de un momento de la realidad - el fundamento estético en el que debía basarse la auténtica fotografía. Sin entrar en la validez de esta conclusión, puesta en duda por los diferentes postmodernismos de finales del XX, lo anterior implica que la muestra se organiza como una retrospectiva de un artista consagrado e indiscutible, intentando así trazar el recorrido estético e intelectual del fotógrafo, sin dejar de lado ninguna sus múltiples manifestaciones, derivas y desviaciones.

Lo primero que llama la atención al adentrarse en la exposición es que la figura de Cartier-Bresson es una figura protéica. Si otros fotógrafos coétaneos - como su amigo y cofundador de Magnum, Robert Capa - eran fotoperiodistas de cabo a rabo, Cartier Bresson fue sucesivamente surrealista, artista comprometido de tendencias comunistas, fotoperiodista de los que buscan el calor de la batalla, cronista de las vidas humanas anónimas, fotografo zen en la soledad de su alcoba. Una personalidad, por lo tanto, en continuo andar y búsqueda, sin permitirse conformismos ni amaneramientos, a la que no es fácil reducir a una simple etiqueta, ya que su obra equivale a la de varios fotógrafos de estilos casi opuestos, manteniéndose en todo momento en un altísimo nivel: el de aquellos que abren camino, no el de los que siguen.

Aunque si se quiere, sí podrían rastrearse una serie de constantes. La principal es una innata capacidad para componer, casi en términos pictóricos, sin que esta tendencia derive en academicismo, ni por supuesto en pérdida de naturalidad o inmediatez. Cartier-Bresson consigue así un difícil equilibrio que hace que en sus fotografías más formales, las surrealistas de los años 30 y las zen de final de su vida, exista siempre un hálito de realidad, de cosa vista y capturada, de instantánea afortunada; mientras que en sus fotografías de su periodo central, las más periodísticas, el momento histórico concreto llega a ser casi posado, tal es la precisión visual, el rigor geométrico con que han sido captado y congelado esos breves instantes.


En el caso de Vanessa Winship nos encontramos con la muestra de una artista viva, alguien cuya obra aún está inconclusa, sus caminos en gran parte abiertos y sin trazar, de forma que no es posible decir aún la última palabra sobre ella. Es también una exposición en cuya estructura y disposición la propia fotógrafa ha intervenido, intentando agrupar sus obras en series, en conjuntos, que dejen de manifiesto y subrayen sus intenciones y sentimientos del momento de su composición.

Winship, obviamente debe mucho al fotoperiodismo, al intentar atrapar fragmentos de realidad que nos ilustren sobre un momento y unas gentes. De la misma manera es detectable un patente esteticismo, un intento de capturar lo visto de una manera bella, en ocasiones pictórica, frente a otras opciones igualmente válidas en las que primaría el momento y el instante, la casualidad y la oportunidad. La fotografía de Winship es por tanto eminentemente meditativa, intentando aislar y fijar lo propio y característico del tiempo y las gentes que retrata.

Ese enfoque sobre el ser humano, sobre el lugar que habita, sobre la historia de la que en cierta manera es/somos prisionero(s), lleva a Winship a utilizar una forma de retrato que podríamos llamar intervencionista. Sus modelos miran directamente al espectador intentando una especie de diálogo imposible, pero que en realidad muestra que esas personas no son desconocidos con los que el fotógrafo se ha encontrado al azar, sino conocidos, incluso amigos, con las que ha convivido y de las que el artista relata su evolución vital, sus cambios, sus éxitos, esperanzas, fracasos y desilusiones.

El tiempo, el espacio, la historia, en definitiva, centran la búsqueda estética de Winship, Su fotografía une lugares dispersos, relacionados por un mismo nexo geográfico o temporal, relatando las múltiples diferencias y similitudes que esas restricciones imponen. Asímismo, su fotografía es también crónica de la memoria, de como nosotros, nuestros sistemas, nuestras construcciones se van borrando y desapareciendo, de como habitamos un continuo estado de desequilibrio, en lo que todo lo que somos, todo lo que poseemos, todo lo que amamos y consideramos permanente, se halla permanentemente al borde de la disolución.

Unas características que llenan las fotografías de Winship de una profunda y dolorosa melancolía, pero también de un cálido sentimiento de solidaridad, de hermandad entre los peregrinos que recorremos este mundo.

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