Todos tenemos nuestras pequeñas - o grandes - debilidades. Esos productos culturales frente a los cuales se desvanecen nuestras defensas críticas y que, por esa misma razón, tendemos a defender a machamartillo, tal y como harían los locos, sin atender a razones, mientras urdimos complicados razonamientos que en otros nos provocarían hilaridad.
Mi punto flaco son las historias románticas, debilidad a la que contribuyen ciertos hechos de mi biografía que ya he confesado en otras ocasiones y no tengo porqué reiterar aquí. Sé que es mi debilidad porque basta la aparición de estos elementos - en cierto orden y con ciertas connotaciones - para que mi valoración de un producto cultural se eleve varios enteros, hasta que termino colocando obras de completo segundo orden, sin pretensiones, ni profundidad, a la altura de otras mucho más ambiciosas y mejor elaboradas.
Desgraciadamente es así y tenido que aprender a convivir con ese defecto, aprendiendo a reconocerlo. En el caso de mi afición por el anime, esta debilidad provoca que todos los años acabe viendo series simplemente porque en ellas se alberga alguna historia de amor, ya sea como un elemento más de la trama o como núcleo central de sus peripecias. Como pueden esperarse, la mayoría de estas series románticas suelen constituir un amasijo de clichés y estereotipos, en un espectro que abarca desde productos dirigidos a un público masculino que no se come una rosca, donde sus personajes femeninos quedan reducidos a los caracteres sexuales secundarios y personalidades desquiciadas; hasta productos destinados a un público femenino al que se supone inexperto e inocente, donde la expresión del amor, tras horas y más horas de giros y revueltas, se reduce a un simple apretón de manos.
Luego hay excepciones, como ha sido el caso de White Album 2, una serie que estuve a punto de dejar pasar sin verla, pero a la que algo me movió a probarla. De lo cual me arrepiento, porque el impacto ha sido fuerte y duradero.
Por seguir con las excusas, no es que White Album 2 esté exenta de los habituales clichés y esterotipos. Como muchas otras series se desarrolla en el consabido ambiente escolar, sus protagonistas son de belleza y dotes fuera de lo común, virtudes contrapesadas por un pasado enturbiado por obscuros secretos de los que habrán de ser rescatados. En resumidas cuentas, los habituales recursos del melodrama.
Sin embargo, lo primero que se puede apreciar en esta serie es que, a pesar de sus defectos, muchos y variados, los personajes no han sido reducidos a meros fantoches, especialmente las jóvenes protagonistas. Ellas no son muñecas que esperan a ser salvadas por el protagonista, sino que tienen sus propias ideas y criterios, y si al final acaban girando alrededor de ese hombre, es porque ven algo importante y precioso en esa otra persona, atracción que tiene su reflejo en el protagonista, seducido por razones muy precisas. Esa estrategia narrativa permite que se creen lazos personales de rara fortaleza, basados en el afecto, para lo que es en normal en el anime y que resultan especialmente creíbles puesto que no son una excusa dramática, sino la base que condicionara los sucesos posteriores.
Por otra parte, cuando hablo de inteligencia - y estupidez - de los personajes me refiero también al aspecto sexual. El tiempo en que transcurre la acción es justo antes de que entren en la universidad, por lo que muchos de los aspectos más inocentes e ingenuos con los que otras series afrontarían las relaciones amorosas, directamente no tienen lugar a esas edades. El cuerpo, el deseo, la posesión física son elementos que marcan las relaciones sentimentales del reparto y todos saben, aunque no lleguen a confesárselo, que la posesión física habrá de producirse inevitablemente, sea tras un largo periodo de juegos, sea en un arrebato repentino de pasión.
Y es precisamente, ese concepto, la pasión, lo que falta en otras series. Poco a poco, los protagonistas se ven envueltos en un torbellino en el que esos sentimientos amorosos, tan poderosos, tan urgentes, tan ineludibles, les nublaran ese juicio que otras veces habían demostrado, hasta acabar destruyendo aquello de lo que más se enorgullecían, aquello que tanto les había costado construir, aquello de lo que por primera vez gozaban y pensaban sería eterno, perenne, inmortal.
Porque tal es la ley del amor. Todos se rinden a él, sin pensar en las consecuencias, arrastrados por fuerzas frente a las que no tenemos defensa alguna y frente a las que sólo cabe rendirse, sumirse y perderse en ellas hasta que todo lo lo que somos sea relegado al olvido y sólo quede, en un mundo repentinamente vacío, esa otra persona hacia la que el destino te ha arrojado.
Sólo así la vida tiene sentido. Cuando ese fuego te abrasa y te consume por entero. Cuando a pesar del dolor que sientes, no puedes concebir otra felicidad que arder en él.
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