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jueves, 17 de octubre de 2013

A Proust Odissey: Sodome et Gomorrhe (IV)

Outre que l'habitude remplit tellement nôtre temps qu'il ne nous reste plus a bout de quelques mois un instant libre dans une ville où a l'arrivée la journée nous offrait la disponibilité de ses douze heures, si une par hasard était devenue vacante, je n'aurais plus eu l'idée de l'employer à voir quelque église pour laquelle j'étais jadis venu à Balbec, ni même à confronter un site peint par Elstir avec l'esquisse que j'en avais vue chez lui, mais à aller faire un partie d'échecs de plus chez M. Feré. C'était en effet la dégradante influence, comme le charme aussi qu'avait eu ce pays de Balbe, de devenir pour moi un vrai pays de connaissances; si leur  répartition territoriale, leur ensemencement extensif tout le long de la côte, en culture diverses, donnaient forcément aux visites que je faisais à ces différentes amies la forme du voyage, ils restreignaient aussi le voyage à n'avoir plus que l'agrément social d'une suite de visites. Les mêmes noms de lieux, si troublants pour moi jadis que le simple "Annuaire des Châteaux", feuilleté au chapitre du département de la Manche. me causait autant d'émotion que l'Indicateur des chemins de fer, m'étaient devenus si familiers que cet indicateur même, j'aurais pu le consulter, à la page Balbec-Douville par Doncieres, avec la même heureuse tranquillité qu'un dictionnaire d'adresses. Dans cette vallée trop sociale aux flancs de laquelle je sentais accrochée, visible ou non, une compagnie d'amis nombreux, le poétique cri du soir n'était pas celui de la chouette ou de la grenouille, mais le "Comment va" de M. de  Criquetot ou le "Khairé" de Brichiot. L'atmosphère n'y éveillait plus de angoisses et, chargée d'effluves purement humains, y était aisément respirable, trop calmante même. Le bénéfice que j'en tirais, au moins, était de ne plus voir les choses qu'au point de vue pratique. Le mariage avec Albertine m'apparaissait une follie.

Marcel Proust, Sodome et Gomorrhe.

Además, el hábito llena de tal maner nuestro tiempo, que pasados unos meses no nos queda un instante libre en una ciudad donde a nuestra llegada el día nos ofrecía sus doce horas a nuestra disposición, si  una por  azar hubiera quedado vacía, yo no tendría la ocurrencia de utilizarla para ver alguna iglesia por la que antaño hubiera venido a Balbec, ni siquiera a comparar un lugar pintado por Elstir con el esbozo que yo había visto en su casa, sino ir a jugar una partida de ajedrez con M. de Feré. Era, en efecto, la degradante influencia, como también el encanto que había tenido este país de Balbec, de convertirse para mi en una tiera de conocidos, si su distribución territorial, su cultivo extendido a lo largo de la costa, en parcelas distintas, convertían a las visitas que yo hacía a diferentes amigos en una especie de viaje, tambíén restringían ese viaje a nos ser otra cosa que el acuerdo social de una serie de visitas. Los propios nombres de lugar, antaño tan turbadores para mí que  ojear el "Anuario de Castillos" por el capítulo del departamento del Canal de la Mancha, me causaba tanta emoción como la guía de ferrocariles, me parecían ahora tan familiares que habría podido consultar, en la página Balbec-Douville via Doncieres, con la misma tranquilidad que una lista de direcciones. En este valle demasiado social en cuyos flancos yo me sentía adherido, ya visible o no, a una larga compañía de amigos. el grito poético de la tarde no era el de la lechuza, sino el "qué tal" de M. de Criquetot o el "Khairé" de Brichot. El ambiente no evocaba ya ninguna angustia y, pleno de efluvios meramente humanos, se podía respirar con tranquilidad, incluso era demasiado adormecedor. El beneficio que de él extraía era, al menos, ver las cosas sólo desde un punto de vista práctico. Casarme con Albertine me parecía una locura.

Sodome et Gomorrhe ocupa una posición central dentro de À la Recherche, no ya por el mero hecho de ser la cuarta novela de las siete, sino por constituir un punto de inflexión tanto en la composición de la obra como en su trama. Por una parte, ésta es la última novela que se publicó en vida de Proust y que por tanto podemos considerar como "terminada", en la medida que ese adjetivo es aplicable a un escritor que volvía una y otra vez sobre sus manuscritos, para modificarlos, refinarlos, completarlos y en ocasiones hincharlos sin medida. A partir de Sodome et Gomorrhe sólo se cuenta con un manuscrito previo a las pruebas de imprenta, lleno de enmiendas, añadidos y tachaduras, y con un número de páginas por novela bastante inferior a la media de antes del corte. Resulta claro que si Proust hubiera seguido trabajando, el resultado final hubiera sido como mínimo más extenso y seguramente hubiera contenido cambios importantes, cuando no trascendentales, que nos hubieran hecho rechazar las novelas que hoy conocemos como meros esbozos, al igual que las decenas de cuadernos que constituyen el legado Proust, registro de más de una década de aventura compositiva de À la Recherche.

No obbstante el mayor cambio en el ciclo novelistico pre y post Sodome et Gomorrhe se produce en la mente del narrador y no es, aunque importante y determinante, el descubrimiento de esas otras sexualidades, al que se une la proximidad y la cercanía de los exilados de ambas ciudades, ocultos a los ojos de todos, pero cláramente visibles a sus correligionarios.


 El principal cambio es en realidad una conclusión. Ya he señalada en las muchas entrada anteriores que À la recherche puede explicarse como un largo camino de desengaño, opuesto al camino de perfección vital que se nos propone desde tantas otras instancias. Durante las cuatro novelas, todos y cada uno de los sueños infantiles y de juventud del protagonista se han revelado vacíos de contenidos, excepto unas escasas excepciones. Acceder a los lugares que en otro tiempo parecían sacrosantos, no ha revelado otra cosa que la misma mediocridad, la misma estupidez e indolencia que reinan fuera de ellos, sin que no quede otra recurso que reinventarlos, reencontrarlos, para hallar alguna justificación que excuse, como con los vicios, nuestra reiterada vuelta a ellos, su conversión en hábito.

Es precisamente el hábito, la constumbre, la transformación en normal, el veneno lento que destruye todo lo que es distinto, lo que es original, lo que es realmente valioso en nuestra vida. El hecho de vivir en lugar, de encontrar allí a nuestros conocidos de otro sitio, de reanudar nuestros pasatiempos en un lugar diferente, no tiene otro resultado que expulsar la magia que en otro tiempo le conferíamos, mejor dicho, de volvernos ciegos a su belleza que continúa siendo deslumbrante a pesar de nuestra desgana, de tornarnos perezosos ante cualquier cambio, cualquier incidente que pueda sacarnos de nuestros círculos viciosos, aunque ese hecho, ese aliciente fuera aquel por el que hubiéramos estado dispuesto a sacrificar nuestras vidas cuando aún teníamos ilusiones y el impulso para hacerlas realidad.

Así ocurre con los habitantes de cualquier ciudad, a los que es frecuente que tengan que ser visitantes extranjeros los que les descubran los tesoros entre los que transitaban sin reparar en ellos. Así ocurre también con el protagonista de À la Recherche, incapaz ya de sentir, de embriagrarse y de pretender esa embriaguez que le provocaba la contemplación de esos paisajes con los que soñaba tanto antaño y que ahora le parecen tan cotidianos, tan faltos de valor y de importancia como el propio zaguán de su casa.

Un tiempo que por su indiferencia se asemeja demasiado a la muerte - a esa muerte que precede a la real y que es anunciada por el desinterés - en el cual alcanzar el objeto deseado no produce otro resultado que el hastío, sin ninguna relación con la exaltación o la completitud que se nos promete, pero del cual no llegamos a desprendernos, a intentar separarnos, porque eso supondría romper la rutina, intentar algún esfuerzo por romper la rutina, de manera que continuamos pretendiendo amar a aquellos que sabemos que no amamos, aceptando cualquier dolor, cualquier incomodidad, cualquier sufrimiento, antes de quebrar el hábito, la costumbre que nos aprisiona... como es el caso de la relación del protagonista con Albertine.

Eso es lo que creemos. Eso es lo que queremos creer. Pero como todo no es más que una ilusión, una mentira, que se quebrará sin previo aviso, al menor golpe de viento, para arrojarnos en un tiempo de dolor y desesperación del cual tampoco querremos huir ni librarnos, porque se habrá tornado también nuestra vida, nuestros hábitos y rutinas cotidianas.

Ese y no otro será el tema de las novelas finales, de La Prisonnère, de Albertine a disparue, de Le Temps retrouvé, hasta que produzca la epifanía final.

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